Llegar a casa con el flequillo pegado en sudor ya era una prueba de cómo te lo habías pasado en el colegio. Y es que, aparte del rollo aquel de las matemáticas, de tener que esquivar alguna bofetada del cura, que ‘algo habrás hecho’, te espetaban en casa, así que no te quejabas más para no recibir dos, el colegio era el lugar de juegos. Para empezar, a clase ibas caminando, o pedaleando a toda velocidad, como si fueras Elliot a punto de despegar del suelo, lo que, en lugar de llevar a ET envuelto en una toalla, en la cesta los deberes compartían espacio con un bocadillo de mortadela con aceitunas envuelto en papel de plata (que sonaba mucho más guay que ‘de aluminio’, dónde vamos a parar) y el uniforme de balonmano (siempre azul), o el maillot (siempre negro) si tocaba gimnasia rítmica.
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