Creo que la última vez que nos reunimos toda aquella montaña ibicenca de primos y tíos fue un día que Santa Catalina cayó en domingo. Mi abuela gastó sus ahorros en invitarnos a comer porque estaba convencida de que ya no viviría para ver otra vez su santo en domingo. Ella era así: preciosa y aquel día —daba igual el pretexto macabro—, comimos, reímos, y viendo las fotos se nos nota en los mofletes que fuimos felices.
Ella era así —para fortuna nuestra— y cuando viví en Palma, por ejemplo, vino a visitarme un par de veces; una, que andaba sacándome la licencia de vuelo y se presentó mi abuela con mi madre y mis tías. Todas ellas, ¡en la escuela de aviación! Para darme una sorpresa, ¿sorpresa? ¡Un susto que me dieron!
Pero, entre aquel ramillete de flores ibicencas, la que causaba siempre expectación donde quiera que iba, era aquella atractiva pagesa de curiosa vestimenta, negra de la cabeza a los pies; con su pañuelo bien atadito enmarcando una cara, más que blanca, translúcida y una trencita asomando por debajo de los flecos del mantón, ¡cómo iba a creer nadie que ella siempre vestía así! ¡Cómo no, cada vez que la descubría, correr a levantarla, darle vueltas y poner todas aquellas faldas del vestido a volar, hasta que me gritaba entre risas: «Em faràs pixar!» (¡Harás que me mee!)! Así que, por supuesto, todos querían fotografiarse junto a mi abuela, para poder mostrar con una imagen más que con mil palabras a otros —a otros fuera de Ibiza— que vaya que existía una mujer así.
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