Cuando tenía doce años y escribía en el periódico del colegio, entrevisté a Abel Matutes. Nos íbamos de viaje de estudios y su fundación nos ayudaba con 25.000 pesetas (la generación posmilenial que tire de calculadora) y nosotros íbamos a publicar una entrevista suya en el siguiente ejemplar.
Pues bien, a pesar de nuestros escasos doce años y de que iba a ser la inocente publicación de un periódico escolar, desde las oficinas de Matutes cerraron una cita para la entrevista, pero antes debíamos entregarla en papel en mano. Así «la preparaba».
Hago una pausa para tratar de poner a los más jóvenes en el difícil contexto de un mundo sin internet, sin Mark Zuckerberg o Steve Jobs. Abel Matutes era el más grande y palpable símbolo de éxito que teníamos. Y era ‘nuestro’, era de Ibiza.
Acudí a la cita sola, con mis preguntas y una grabadora. También llevaba un regalo: le había hecho un retrato. Me saludó dándome la mano y me dijo que tenía un nombre muy bonito. Se sentó en la cabecera de una larga mesa de juntas y yo en un sillón de cuero giratorio a su lado. Nunca había visto un lugar parecido y pensé que no se podía ser más rico.
Seguir leyendo en Diario de Ibiza