En mi último viaje a India encontré una cómplice imprescindible en una de las profesoras de la oenegé con la que colaboraba. Vestía pantalón vaquero y no solo estaba soltera a sus veintitrés añazos, sino que los padres aceptaban que ella solita se encontrara marido. Una extravagancia que, me consta, no estaba exenta de polémica.
Entre aquellos mundos tan dispares suyo y mío, conectamos. Ella era de las pocas en saber que había cosas que no estaban bien, pero, aún más poderoso: que nosotras –y tú, y tú también– podíamos cambiarlas. O hacer por cambiarlas, que no es algo tan distinto. Así, le contaba un proyecto loco, el que fuera, para dar visibilidad a una historia y ella se entusiasmaba y en aquel calor que precede a los monzones, nos poníamos manos a la obra. Juntas hicimos cosas tan grandes como filmar a aquellas mujeres de las chabolas preguntándoles por su vida de antes. Porque hubo una vida antes de que sus padres las casaran y abandonaran todo lo que conocían y pasaran de ser las sirvientas de su familia a ser, con trece o catorce años, las sirvientas de la familia de su marido. Y juntas lloramos cuando ellas lloraban, no por recordar aquellos tiempos de la infancia, sino porque nunca nadie les había preguntado nada. Permitidme que lo repita: nunca, nadie –ni sus maridos, ni sus madres–, les había preguntado nada. Y abrir aquel grifo de recuerdos era un caudal sin fin del que ni ellas, ni nosotras, nos saciábamos.
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