Con la primavera llega el cambio de armario y también la apertura de ventanas más allá de los diez segundos invernales contados muy deprisa. Lo justito para que la casa se ventile.
Pero ahora, abro la ventana que da a la fachada y las interiores que dan a uno de los patios de luces de este laberíntico edificio para crear una serpenteante corriente alterna que dura lo que tardo en recordar que la corriente rondará los doce kilómetros por hora y el sonido, caramba, alcanza los mil doscientos.
No compensa. Al menos no desde que he descubierto que, desde la última estación de ventanas abiertas, en algún lugar de este recóndito amasijo vecinal brotó una preadolescente. No sé si se acaba de mudar o es la mutación resultante entre primaveras de la que fuera una dulce niña. Lo que sí sé es que, hasta la fecha, los sonidos de esta comunidad eran la misa televisada los domingos en algún pasillo; las juergas de madrugada, siempre distintas y siempre las mismas de alguno de los alegales alquileres turísticos; la ovación al unísono del gol de algún partido de esos ‘importantes’. O también al unísono, las menciones a la madre del árbitro desalmado que lo anula. Quizá algún polvo con su ruido de somieres y que en el clímax puede ir acompañado del nombre a gritos del artífice de tremendo orgasmo. Siempre siempre extranjero. Qué sé yo… Uh, oh, ah…! I’m coming, Klaus. O Johannes. Nunca un no pares, Manolo. Y ya. Esa es la banda sonora de esta galaxia que rodea mi ventana. O lo era. Hasta ahora, que todo lo ocupa ella y sus lamentos.
¡Pobre criatura! ¿Cómo puede caber en un solo cuerpo tanto sufrimiento?
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