Ha muerto una mujer que conocí el pasado verano en un pueblecito perdido por Francia. Un accidente y ya. No está más. Tenía treinta y tantos y soñaba con no acabar nunca el viaje.
Al impacto que siempre supone una muerte prematura, le sumé el reconocerme –a nadie más que a mí misma– que, tan pendientes como estamos de un virus, se nos olvida que podemos morir de todo lo demás.
También sucede que, incluso cuando la parca toca en puerta ajena, te da por rendir cuentas y en las mías me descubrí varios postits de pausas y pendientes: planes, proyectos, viajes. Todos con una anotación al margen que decía, ya saben: «Hasta que vuelva la normalidad». Es decir: aquella vida de antes. Y entonces me dio por pensar que igual no vuelve más o, aún más grave, que como decía Lennon: «La vida es aquello que te va sucediendo mientras tú te empeñas en hacer otros planes». Y a ratos es la muerte lo que te sucede cuando tú andas, más que viviendo, esperando a vivir.
Mi hija, ajena a estas divagaciones mías, me escribió a las tantas: «Cuéntale a mi marido lo de la espina de pescado».
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