El final de mi preciosa abuela Catalina vino precedido por dos fantasmas: primero, fue el miedo a quedarse sola. No era una soledad aquella de falta de alguien al lado, que sus numerosos hijos y nietos, así como decenas de personas que por méritos propios la querían, buscábamos su compañía tanto como podíamos. Era la soledad de que «los suyos», refiriéndose a su generación, se estaban yendo. Ya prácticamente todos se habían ido. Después, llegó ya el temor a la muerte, que le brotaba de una manera incontenible por aquellos ojos azules. Y mi abuela entonces murió en picado. Ese fue el día que aprendí que cuando muere alguien bueno deja un agujero tan hondo que los años de después solo sirven para demostrar que nunca seremos capaces de taparlo.
En cambio, el final de mi padre, fue mucho más largo. Pasó años diciendo que se estaba muriendo. Muchos, pero acabó teniendo razón.
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