Mi hijo me reenvía un artículo publicado en Verne: ‘Nos llevamos 54 años y somos compañeras de piso’. Lo hace con la mejor intención del mundo, convencido de que caeré rendida ante el bonito final feliz de dos mujeres que la precariedad ha unido y mira, se llevan bien. Aún antes de leerlo, solo tras el subtítulo: «Así sorteamos los precios de los alquileres y la soledad de los mayores», ya noto que se me hincha la yugular (porque a falta de pelotas, es la parte del cuerpo donde se me concentra la indignación) y le respondo que empiezo a estar cansada de que nos vendan que compartir piso es guay, pero que por supuesto, no va por nosotros y que gracias por haberme resintonizado los canales del televisor. Porque soy muy espabilada en muchas cosas, pero los mandos de la tele los carga el diablo y como me pille uno de esos días de la yugular hinchada, no respondo de que no lo vaya a lanzar.
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