Tenía trece años cuando una noche me descubrí las bragas manchadas. Aquello no era rojo sino granate. La de veces que me había descalabrado y ese no era el color de la sangre, así que asustada, llamé a la puerta de mi madre.
Ella salió en camisón el tiempo mínimo para descubrirme con unas bragas en la mano y soltar antes de dar un portazo: «¿Y para eso me despiertas? ¡Ya sabes dónde están las compresas!». Fue la primera y última conversación que tuvimos sobre el asunto. El resto lo descubriría, como tantas, a través de radio calle.
Así se las gastó Dios cuando pilló a Adán y Eva con una manzana y la señaló con Su dedo: «Parirás a tus hijos con dolor y pagarás con sangre tu afrenta». Mucha, mucha sangre. Desde entonces las mujeres —y permítanme estar a la última, también los hombres trans y personas no binarias— además de pasarlas canutas pariendo, sangramos de media 3000 días de nuestra vida repartidos a lo largo de 40 largos años.
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