Descubrieron a la madre de una amiga cuando intentaba saltar por la ventana. Una tragedia que podría haber sido irreversible. Con la salud cada vez más mermada, viuda y con los hijos y nietos mayores, les dijo que ya no les hacía falta.
Automáticamente recordé a mi padre que, en sus últimos meses de agonía, alternaba los gritos de que le tiráramos por la ventana con los de miedo a morir. Y también, un poco, lo confieso, me tocó aquel resorte profundamente escondido en mis rincones de cuando yo misma traté de quitarme la vida.
Como cualquier noche, bañé a mi hija de dos años, le di la cena, cantamos juntas su canción de dormir y después, me encerré en el baño. Mientras hacía lo imposible, no paraba de pedirle perdón porque sabía lo sola que iba a dejarla. Porque no estaría en su boda ni acompañándola cuando fuera madre. Porque no estaría para verla crecer ni para defenderla. Porque la abandonaba.
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