Es curioso cómo siempre había pensado que el dolor sería inolvidable. El dolor físico, quiero decir. Que el recuerdo de empujones, golpes, patadas o quemaduras sería una carga para toda la vida. Pero no. En absoluto. No es que lo haya olvidado, sino aún más serio: es que no lo recuerdo. Y, caramba, sí recuerdo pasarlas canutas por un dolor de muelas en Cuba o de oído en India ¡Vaya noches aquellas€! En cambio, de mi matrimonio, revivo las escenas, pero al dolor€ estoy anestesiada. Al dolor físico, quiero decir ¡Porque rompería a llorar ahora mismo solo rememorando todo el resto! El frío del suelo, tiritando desnuda hecha un ovillo, con él vigilando, para volver a pegarme si cerraba los ojos. Si me dormía. La asfixia cuando me agarraba con todas sus fuerzas —él lo llamaba abrazo— y me atrapaba y le suplicaba que me dejara respirar. La vergüenza, cuando me arrastraba a gritos de puta de vuelta a casa cuando intentaba huir y nos cruzábamos algún vecino simulando que no nos había visto. Y la vergüenza de volvérmelo a encontrar en la escalera al día siguiente y saber que no nos saludaríamos nunca más. Duele mucho la vergüenza.
Seguir leyendo en Diario de Ibiza