Tengo a las amigas alborotadas. Una de tantas secuelas de covid que aún nos quedan por descubrir, supongo, pero se me enamoran las amigas, se me enamoran. Casi más de lo que aman, que son verbos tan tremendamente parecidos que se confunden como ceo y feo —este punto más adelante se lo explico—.
Por ejemplo anda alborotada Filomena —que no se llama así, pero puestos a inventarle un nombre, qué bien le sienta uno de borrasca—. Cuando tras un rato dando vueltas como hámsteres frente la parada del metro logramos al fin reconocernos bajo las capas de ropa, buscamos con urgencia un sitio donde compartir vino y el resumen de la vida antes de que a la vida la interrumpa el toque de queda. Entonces, Filomena siempre me dice: «Tienes que escribir sobre la gente que liga en Wallapop». Yo ya le he explicado que solamente vendí una vez un portátil, que un tipo escribió enseguida para decirme que sí, sin regatear ni nada, pero que a la cita no vino, sino que envió a la hermana con el dinero. «No soy la indicada —replico—, pero en cambio una vez en LinkedIn…». Y me corta, porque LinkedIn le trae sin cuidado: «¡Que tienes que escribir sobre la gente que liga en Wallapop!». Y me cuenta de intercambios de mensajes supuestamente para negociar un precio, pero con cierta carga romántica. O probablemente sexual. Y que quedan «para ver el producto», pero que no, que es solo una excusa para ver en persona al propietario. Estas historias me desconciertan y me aterran por igual. Que será, seguro, una secuela mía agravada en la pandemia, pero llevo fatal que me hagan perder el tiempo. Pero mi amiga, en sus trece, contándome peripecias de fingidos compradores, aunque sin contestarme a la pregunta de qué vende exactamente en Wallapop.
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