Anoche, de sobremesa con dos tercios de los muchos hijos que tengo, mi hija, la mayor, como quien no quiere la cosa, me contaba que mi hijo, el pequeño, se va a tatuar. Y me emocioné. ¿Qué puedo decir en mi defensa? No lo esperaba. Y traté de disimular. Pero ellos, que me conocen como si fueran hijos míos, empezaron a mirarme anunciándose el uno al otro —y el otro al uno—, que ya iba a ponerme a llorar.
Y fue decirlo y ahí estaba: llorando. Por su culpa. Por presionar. Lo mismo que cuando me hacen reír y siguen y siguen solo porque digo basta ya. Y ella empezó con su batería de preguntas. Y hasta de respuestas. Que cómo podía ser que me dieran igual todos los tatuajes de ella y me pusiera a llorar por uno de él. Que no puedo asumir que mi hijo pequeño ya no es pequeño. Y a mí, que apenas me daba para responder, ahogada en llanto, que sí o que no.
Y no sé por qué lloraba. Es decir, por supuesto que lo sabemos. Siempre. Pero a veces necesitamos de un espacio para ponerle palabras a las cosas que sabemos pero aún no sabemos pronunciar.
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