Pero volví, años después, en uno de esos viajes temáticos que me saco de la manga. Porque si voy una, o tres semanas a un sitio, entre ir un poco a la playa y visitar algún museo o centrarme en una única cosa que me llame la atención por encima del resto, suelo optar por lo segundo.
De ahí mis viajes para seguir la arquitecta de Gaudí en Barcelona, para seguir el desastre del Holocausto en Berlín o en Budapest o para conocer (y echar ambas manos) a quienes viven en los slums de Benarés…
Son solo unos pocos ejemplos que, quienes me seguís, habéis vivido en directo. Pues volví a Cuba, en esta ocasión solo a La Habana (hay un dicho extendido allí que repito con frecuencia y es: «La Habana es Cuba, lo demás es paisaje») siguiendo la extensa, basta, importante ruta de jazz allí.
Porque aunque la cabeza europea asocie rápidamente a Cuba con la salsa, el son o la guajira, La Habana cuenta en historia con Jazz Clubs reconocidos mundialmente como el Jazz Café, el Gato Tuerto o mi favorito, La zorra y el cuervo, donde conocí a un personaje llamado «El Pulpo» capaz de tocar 6 instrumentos a la vez ¡un monstruo! Y mucho más reciente, pero igualmente curioso, la Casa del Tabaco en el Melià Cohiba.
Allí descubrí que se alojaban las tripulaciones de las compañías aéreas, por pura casualidad, cuando totalmente empapada buscando la mejor instantánea de las olas rompiendo en el malecón, tropecé con una vieja amiga y, para susto de cuántos nos rodeaban, ambas empezamos a gritar mientras nos abrazábamos girando sin parar al ritmo de jazz.
