Será que en los últimos días ha vuelto de algún modo a salir en las conversaciones alguna vez. Será, porque aún cuesta a unos cuantos de quienes nos conocieron imaginarnos sin nosotros. Claro, que sí: será, pero hoy he soñado con los ojos de Jor. Bueno, obviamente no estaban solos sino en el conjunto de toda su persona, pero, yo estaba enferma y él se quedaba a mi lado a cuidarme y mientras, aunque quizá no se dieran cuenta, sus ojos me curaban.
Me basta escribirlo para ver cuánta simbología encierra para mí este simple sueño, incluso en el final en que después de una estupidez por su parte, le he pedido que se marchara. Y se ha ido… Porque claro que no quería que se marchara de mi sueño, ni como entonces, de mi vida, pero… es que lo que yo siempre quería eran imposibles: cuando nuestro amigo y mediador en la terapia de parejas me preguntaba con él en la silla de al lado y sin embargo sin mirarnos si quería que se quedara, o se fuera, o volviera, yo le respondía: “lo que yo quiero es imposible. Lo que yo quiero es que no se haya ido jamás” y sin embargo aún no sabía que además, en aquellas huidas suyas dando círculos a corta distancia, se marchaba, muy al contrario a la canción de Sabina, con cualquiera que no se pareciera a mí. Como nunca sabes lo que vas a encontrarte en la vida, como nunca de verdad puedes decir “de esta agua no beberé”, creedme que no era lo que me dolía ¡uf, tras tanto dolor acumulado! No era aquello de imaginarlo besando o tocando a otras (creo que de hecho, no he hecho el ejercicio de imaginarlo jamás). Era la tremenda estupidez de estar con otra cuando con quien quería estar era conmigo. Pero por favor, que nadie lo imagine “malo” o “culpable” de nada, porque no lo fue en absoluto y si acaso hay que reprochar a alguien, esta que escribe se lleva la peor parte en el asunto de no haberse implicado todo lo que debía (y quería)… Si hay culpas son mías por querer querer imposibles y no querer las cosas (por aquel entonces) exactamente como están, pero, me estoy dispersando y de lo que yo quería hablar, porque no me los quito esta mañana de la cabeza, es de los ojos de Jor que esta vez sí, de nuevo, estaban curándome mientras yo estaba enferma.
Nos conocimos una noche terriblemente fría del 29 de febrero de 2004 y exactamente en el siguiente bisiesto, nos separamos por enésima y definitiva vez, pero aquella noche de flechazo y no dejar de mirarnos le pregunté: “¿qué contestas cuando te preguntan de qué color son tus ojos?” Y se echó a reír y me dijo que normalmente le decían que tenía los ojos azules, pero que para él, sus ojos eran más bien verdes y para mí, además, tenían todos los colores. Sí, la base era un verde esmeralda rebajado en blanco con pinceladas (porque siempre o casi siempre los vi pintados) con ocre amarillo, con tierra siena tostada, con azul cobalto y de nuevo, encima: pinceladas de blanco porque sus ojos mirándome brillaban mucho.
A Jor, que yo escribiera se la traía flojísima (creo que hasta le daba una pereza leerme de tanto en tanto porque se sintiera moralmente obligado) y sin embargo ni por un momento dudó de que las portadas de mis libros llenarían escaparates de aquellas tiendecitas por las que callejeábamos los domingos. Jor sin embargo, era feliz, absolutamente feliz con aquellos fines de semana largos en la casa de La Colonia conmigo pintando junto a la chimenea encendida (aunque no hiciera ningún frío) y él a mi lado tocando la guitarra, con pausas para comer o hacer el amor y miraba paciente el cuadro que en dos días se iba construyendo. Me miraba pintar cuadros con aborígenes de cualquier tribu africana o, de aquella; nuestra vida: de “los chavales” como los llamaba él mientras estaban dibujando a nuestro lado o tirados en los cojines alrededor de la chimenea y era feliz, absoluta y completamente feliz.
Me gustaban tanto (y qué caray, me gustan tanto) aquellos ojos que hasta el alrededor fue cambiando. Toda la decoración de aquella casa de La Colonia se fue pintando como un cuadro más, con aquella gama de colores. Y entre lienzos y fotos de viajes y collages de músicos de Jazz que iba construyendo como puzzles en blanco y negro con pinceladas en ocres y colores verde y tierra, siempre encontraba cortinas, toallas, telas o platos que encajaban perfectamente. Un día, viendo alguno de aquellos conjuntos de bufandas y gorros de punto que había hecho a lo largo del tiempo a los niños me pidió si le haría uno a él, “pero me gustan las bufandas muy largas” y claro, le hice más de dos metros de bufanda. Cuando fui a comprar ovillos a la tienda y me preguntaron qué color quería, les contesté que no lo sabía aún y en aquella pared llena de colores fui tomando la combinación perfecta: tres de este, uno de este y de este y de este y de este y cuando me dijeron que era una curiosa combinación contesté que era el color de ojos de mi pareja y creo que sintieron tal curiosidad que les hubiera gustado pedirme que se pasara algún día por allí con la bufanda puesta dándole diez vueltas al cuello. Le sentaba genial. La tuve que reparar en un par de ocasiones porque el andar cargando guitarras y cacharros es lo que tiene… También en algún lugar desconocido perdió el gorro y le supo tan mal, que le hice otro. Era tan fácil, en realidad, encontrar colores…
En fin, sólo eso. Muy poquita cosa, como veis. Es que, hacía mucho que no lo veía ni en sueños y el ver sus ojos así tan de cerca, me ha gustado y quería compartirlos con vosotros, porque creo que os gustarán también.
Es un gran tipo.
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