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Riesling y un vibrador

Pues esta noche (en París hace mucho que es de noche), me he decidido por cenar en un japonés del barrio. Estaba demasiado cansada para ir hasta el hotel, dejar el vaio y tomar un metro con dirección a la Torre Eiffel o los Campos Elíseos. Mañana, mañana…
La cuestión es que, tras caminar la larga calle de arriba a abajo mirando ventanales y ambientes me he decidido por un japonés y un menú a base de pescados:

Sushi  de atún y brochetas de salmón y entre los vinos de la carta me he decantado con uno de Riesling que le va a la perfección al pescado (y según rezaba la etiqueta, es imprescindible para el choucroute).

Y como la mente humana es así, me he acordado «del tipo aquel» con el que estuve liada, no; lo siguiente, y casi nos casamos descalzos en Bali y tenemos hijos propios y adoptamos otro par.

 

Fue él el artífice no sólo de que volviera a creer en todo «ese lote», sino el de introducirme en el fascinante mundo de las uvas Riesling y también… el que me regaló mi primer vibrador.

Sé que queda raro decir algo así de quien precisamente era tu pareja, pero fui yo y sólo yo la única responsable, porque el pobre, con sus mofletes encendidos de la emoción no buscaba más que complacerme ¡no en la cama, qué va! Que éramos unos artistas, sino como una muestra inequívoca más de que estaba atento a todos mis deseos y una vez me escuchó pronunciar en voz alta algo del tipo: «todas las mujeres debieran tener un vibrador, pero… a partir de los 30, debiera ser obligatorio, hasta el médico debería prescribirlos» (os ruego que le pongáis énfasis a la entonación, porque exactamente con ese entusiasmo hice tal enunciado).
Cuando digo «el primero» quiero decir que, después, cuando pasas la treintena y estás soltera, no importa la temporalidad de la situación, los vibradores caen en picado.

Tus amigas no dicen: «no, comprémosle mejor un libro de Arguiñano por su cumple que vibrador ya tiene uno». No. Te compran uno sumergible, uno más grande, uno con más accesorios, pero te lo compran.

Y luego, se da esa curiosa controversia de que cuando nos preguntamos las unas a las otras: «¿Y qué tal?» y la amiga regalada siempre dice con cara de fingida sorpresa «Ay, pues…. no lo he llegado a usar.» ¡Mentira! Que se le nota al caminar que hasta le ha cambiado las pilas! Pero, como las amigas somos así, hacemos como que nos lo creemos…
Pero dejemos el asuntillo ése mundano de los vibradores y volvamos al crucial del Riesling:
Riesling es en realidad una variedad de uva blanca que no es una denominación de origen en sí, pero da lugar a muchas denominaciones que tienen como base ese tipo de uva.
Se cultiva sobre todo en Alemania, a las orillas del Rhin, seguido de la zona alsaciana de Francia y después, en menor medida, en otras regiones como Cataluña. Es un vino muy claro y bastante seco.
Me gusta, pero lo que me ha llamado la atención hoy es la curiosa asociación de ideas: leo Riesling en una carta de japonés en francés, me acuerdo «del tipo aquel» y me acuerdo automáticamente tirando a ipso facto, de que me regaló, además, un vibrador.
Después, sonrío pensando en que de haber estado hoy conmigo sentado en la mesa de un japonés en París, frente a la ventana viendo pasar tanta gente presa del frío, con tan sólo haber podido brindar una sola vez, y diciendo nada trascendental sino sólo algo como «¡salud!» habría sido el tipo más y más feliz del mundo y sus mofletes se hubieran encendido por causas mucho más importantes que el Riesling o el frío.
Y luego ya, con ese pensamiento ahogado en el fondo de la copa, sonrío pensando en que precisamente estos días hablaba de esto de la asociación de ideas con Paco Viudes, un tipo sabio donde los haya en aquello del marketing y social media…
Hablábamos de que para consolidar una marca, hay que generar emociones, algo  obvio si te paras a pensarlo. Tanto que, de hecho, llevo toda la vida dedicándome a eso: a promocionar eventos y marcas que a menudo de comunes corren el peligro de pasar desapercibidas.
Por ejemplo, por ejemplo… una marca de bebida. No puedo decirte «pruébala», porque la has probado mil veces. Tengo que ponerla en un contexto, crear una historia, rodearte de olores, música, una vista maravillosa, contarte su origen, enseñarte el modo perfecto de servirla, de combinarla y saborearla, y sólo entonces… dártela a probar. No podrás pedir otra porque mucho más allá de una copa, estarás pagando, estarás comprando volver a revivir una sensación maravillosa.

Lo mismo, exactamente lo mismo sucede en las parejas ¡no puedes dejar de sorprender! Y sí, una sorpresa puede ser un nuevo tipo de uva enmarcado en una historia o un vibrador, o un «haz las maletas que nos vamos y no me preguntes dónde», o un llevarla en vuestro aniversario a una montaña rusa o el gastarte 20 tristes euros en un anuncio en prensa en negrita diciendo: «tú me haces ser mejor persona»…

 
¡Cualquier, cualquier cosa! Pero créeme,  todo lo que no avanza, crece y evoluciona, se estanca y muere y entonces sucede que tu pareja, sin importar cuánto te amó un día, se encuentra con que algo en algún otro lugar la sorprende y no, no es traición ni crueldad…
Es que el ser humano (por suerte, porque es una suerte si sabes utilizarlo a tu favor)… es así.
Es crear esas necesarias nuevas asociaciones de ideas, es crear esas imprescindibles nuevas emociones y vincularlas a una marca y en este caso, la marca, sois vosotros.

¿No me crees? Prueba a ir a un restaurante, no hoy…. dentro de un año, y al leer en la carta de vinos la palabra Riesling, me dices si no te viene a la cabeza inmediatamente «¡ay va! La uva de la que hablaba la loca aquella del vibrador«.

Ahora viven en París,
buscaron tierra neutral,
ella logró ser actriz, él es un tipo normal.
Caminan de la mano, calle Campos Elíseos,
como quien se burla del planeta y sus vicios.

Ricardo Arjona

Imagen: algunas sugerencias de vinos con uvas Riesling de in-vino

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