Escribo desde el barco que me traslada (mucho más que las otras veces), de Mallorca a Ibiza. Apenas diez personas compartiendo conmigo el Salón Neptuno, de modo que puedo permitirme el lujo de cambiar la ubicación y la postura; leer, estudiar un rato y ahora ya, escribir en este mini despacho que me he montado en una de las mesas, junto a una inmensa tele de plasma toda para mí y con una azafata que se desvive por atendernos y ofrecernos cafés y saladitos. El verdadero lujo es en realidad el poder ir descalza a servirme yo sola al bufete. Debería ser más escrupulosa, ¿debería? Porque estas tapicerías y moquetas de estampado vintage deben llevar en tejido sintético miles de pisadas (y probablemente hasta alguna vomitada), pero no lo soy en absoluto. “He estado en India” es mi frase estándar cuando los demás reciben un pellizco en el estómago que a mí me cuesta un poco más. Recojo el trozo de pan que se me ha caído al suelo, lo soplo y “pa’dentro”.
Ahora, con las piernas totalmente estiradas en un inmenso sofá todito mío sí puedo decirlo; ahora, que “ya pasó”… Los últimos días fueran un poquitito de mierda. No los días, pobres, sino yo y una tormenta interna ahí, justo donde no me nacen pellizcos ante el barro del suelo. Poco me faltó el otro día por ponerme a llorar en el mostrador de pescadería del Mercadona y la culpa no la tenían las merluzas muertas en su cama de hielo pilé, sino el estrés y estresarme, tampoco me es fácil, ¡uy, lo que llego a aguantar! Pero, andaba planificando tantas cosas (todas a la vez) porque me mudo a Ibiza; esta vez, me mudo indefinidamente y ahí llega la burocracia con Hacienda, la Seguridad Social, el instituto de los adolescentes, la comunidad de vecinos… y ese afán desmedido de dejar mi casa y mis hijos todo lo organizados y cómodos que pueda y ahí, frente a las merluzas y en aquella última compra de último minuto, con aún el equipaje por hacer, con las amigas a punto de llegar a casa a una cena de despedida con espagueti vongole (que me encantan) y calculando frente a las chirlas, las raciones de legumbres, verdura y pescado que podía dejar organizados a mis cachorros porque hasta dentro de once días (más o menos), no los volveré a ver y solos y voluntariamente comerán muchas cosas, pero legumbres y pescado ha de ser siempre bajo hambre voraz o coacción.
Si sé que son tipos extraordinarios y bien alimentados. Si son altos y guapos. Si los he criado (o quizá vinieran así de fábrica) estupendamente y saben defenderse y apañarse y acompañarse y hacer equipo y prestar ayuda a quien la necesite como pocos adultos machos (de hecho, ahora mismo no se me ocurre ninguno, pero haberlos haylos).
Que sí, que lo sé; que las lágrimas no están justificadas. Que los he dejado ya en incontables ocasiones, que el trabajo ya me ha llevado fuera otras veces y es además, un trabajo fantástico ¿entonces, por qué las lágrimas? ¿Es que lo veo como una mudanza y no como “viajes”? ¿Es que sea con carácter indefinido y las otras veces fueron solamente… ¡meses!? Mi conclusión es egoísta pero tierna (o tierna pero egoísta; a gusto del consumidor): es porque los quiero. Es que a mí, al menos a mí en particular, me apetecería extender estos ratos de sofá con uno u otro tendido sobre mis piernas mientras les acaricio primero el pelo, después la nuca y luego ya toda la espalda, un poquitito más… Sólo eso. Nada más.
Y sí, estos dos últimos días me los he pasado llorando por las esquinas. Entonces, me descubría Óscar y me daba un beso y me hacía reír: “¡Qué no estés triste, qué lo único que nos sabe mal es que no te vayas antes! Que tenemos juergas programadas todos los días.” y le preguntaba a Mario, “¿A que no la vamos a echar de menos? ¿A que no?” Y Mario decía que no y luego lo descubría viniendo a dormir a mi cama. “Te vas a quejar, con los hijos que tienes; guapos, simpáticos, inteligentes, que saben cocinar, que la gente te dice: anda que no son majos tus hijos, qué buenos tíos” y lloriqueando pero ya con una risa llena de dientes les daba la razón y de paso, besos de esos, que te llenan mitad de lágrimas, mitad de babas. Y se me acercaban y me decían “te voy a dar un beso, pero no llores, ¿eh?”
No, mi amor. Ya no lloro más.
Entradas relacionadas: