Hace once años trabajé en la organización de unas jornadas de Arquitecura Bioclimática que me cambiaron la vida.
¡Conocer tantas posibilidades de construcciones que buscaban no sólo la mejor forma de adaptar las viviendas a los climas de las distintas zonas, sino hacerlas en la medida de lo posible auto sostenibles y respetuosas con el medio ambiente!
Para una flaca como yo, que había estudiado Dibujo y Pintura y Restauración de Muebles, el mundo tomaba unas posibilidades infinitas a la hora de ser mirado.
Dónde la cagamos: es una buena zona…
Era por aquel entonces ya la propietaria hipotecada de un piso de 90 metros, en una zona maravillosa de Palma de Mallorca, rodeada de colegios, parques, polideportivos y campos de golf a los que nunca iría; bien comunicada y en un edificio terriblemente construido, y como prácticamente todos, desoyendo a la naturaleza a la hora de diseñarlo.
Creo que para la mayoría, era un lujo, ya que aspirábamos a todo lo primero y dábamos por sentado que lo segundo “era lo que había”.
Dónde la cagamos: esto no me cabe…
Y yo, pintaba cuadros, pintaba paredes, pintaba las telas de las cortinas y los manteles, pintaba los muebles que recogía de la basura, que descubría pidiendo socorro porque querían seguir siendo muebles en la casa de alguien.
Miraba una obra de aquello recién llegado a España llamado «pladur» y le daba vueltas, por delante y por detrás, me agachaba, tratando de entender cómo se había montado, y en mi cabeza, las paredes, estanterías, arcos y focos se transformaban una y otra vez en combinaciones infinitas. Aprendí a poner pladur.
Dónde la cagamos: es que en serio, esto no me cabe…
En mi bagaje anterior por casas de alquiler había ido creando cuadros, muebles reciclados y cuando alguien me decía “qué preciosidad, ¿te lo llevarás cuando te vayas, verdad?” Siempre contestaba lo mismo: “No lo sé. Tendré que ver la nueva casa”.
Porque también, curiosamente, otra de las cosas que más me he encontrado, es que la gente se empeña en intentar que las casas se adapten a las cosas; esas mismas casas a las que pretendemos que se adapten los alrededores: los vecinos, las calles, los bosques y hasta el clima.
No hablo de conservar una cómoda heredada tras generaciones, o encontrada en un bazar subterráneo de una calle escondida de Singapur. Ese tipo de tesoros viajan y viven contigo.
Dónde la cagamos: va y resulta que las circunstancias cambian…
Ya veis que yo, apenas nadie, siempre he preferido observar, porque con un simple vistazo, con un cerrar los ojos y escuchar, llegas a captar qué tipo de mueble, material, color, tejido (esa maravilla de los colores, de las texturas) me encajaba más en un momento determinado de la vida.
En este punto pongo de ejemplo a quienes se compran una casa sin prever que en cinco años serán padres, que los hijos se irán de casa, que dentro de un tiempo cambiarás de trabajo, que tu pareja será tu ex pareja, etcétera. Y se quejan de que no caben, de que es incómoda, fría, o está lejos, como si la casa se les hubiera ido moviendo y encogiendo a traición mientras ellos dormían.
Dónde la cagamos: compra, compra, compra…
Hasta ahora todos estos puntos que os he comentado eran previsibles: todos.
Después nos topamos de frente con otro que se nos escapó de las manos; en el que nos engañaron todos los que nos rodeaban, incluidos nuestros familiares, amigos y jefes: comprar una casa siempre, siempre es una inversión. “¿Dónde vas a ir tirando el dinero en un alquiler? Si con lo que te cuesta ya tienes una casa pagada”.
Nos hicieron creer (y picamos todos), que si no tenías una casa en propiedad, eras un tarambana. Desde esa perspectiva “madura y responsable” claro que nos creímos que el suelo y los ladrillos valían cualquier precio que marcara el mercado ¡por supuesto!
¿Qué nos tocaba destinar la mitad de nuestro sueldo (y la mitad del sueldo de nuestro cónyuge) a cuarenta años? Es que “es lo que hay”.
¿Qué las cuatro particiones en un piso de 70 metros reciben el nombre de «dormitorio» siempre que seas capaz de encajar una cama nido? Tranquilo, que con el tiempo podrás hacer un cerramiento en el balcón y ganarás espacio para armarios.
¿Qué la casa es fría en invierno y un horno en verano? ¡Pues tira de calefacción, de aire acondicionado! Es que “es lo que hay”; es que “es lo que tiene el cambio climático; es que se están cargando el planeta (otros, no tú, siéntate cómodo en tu sofá de Ikea, frente a la tele de plasma y baja 2 grados la temperatura del mando mientras te tomas una coca cola, que el mundo y tú os lleváis bien).
Dónde la cagamos: que no hay manera, que esto no me cabe…
Mientras yo, todavia pude empeorar un poco más mi relación con los ladrillos, ¿sabéis qué vino después? Que las paredes empezaron a molestarme. Antes era capaz de estar en aquellos dormitorios diminutos de 5,2 metros cuadrados y un armario empotrado; aquellas cocinas funcionales con ventanas dando a un tendedero y fregaderos mirando a una pared llena de azulejos con una lámpara reflejando la luz fluorescente de hospital encendida todo el día.
En mi caso particular el detonante fue un lavavajillas. Yo quería un lavavajillas pero simplemente no me cabía.
Era absolutamente imposible y mis hijos me miraban observando cada una de las paredes de la casa y me preguntaban y no contestaba mientras seguía mirando con recelo a las paredes hasta que un día sí, ya, lo tuve claro.
Llamé a todos al grito de “¡Reunión!” (uno de los gritos, junto con el de “¡A comer!” más importantes en esta familia) y los hice seguirme en un recorrido que llevaba por toda la casa olvidando lo que mostraba e imaginando todas las posibilidades que estaban no escondidas, sino tapadas por nuestra estupidez.
Arranqué diciendo que si tirábamos todas las paredes de la entrada; las que hacían de separación con el salón, después todas las del dormitorio y poníamos en su lugar la cocina, ganaríamos espacio, luz y algo que era un premio extra ¡estar más tiempo juntos! Porque el salón, el despacho, la cocina eran los lugares donde más tiempo estábamos, pero no todos a la vez.
Después, ya llevada por la emoción decidí aniquilar el pasillo para darle a los dormitorios el espacio que merecían. Aislaríamos toda la parte de la casa que daba al este demasiado húmedo y frío y las ventanas, y dejaríamos que la luz natural que quería entrar, lo hiciera a través de bloques de cristal.
Mis cachorros no lo veían. Me miraban horrorizados y al día siguiente los encontré haciendo una manifestación con pancartas: “No queremos que toques nuestros cuartos” (a qué mala hora los enseñé a hablar).
Mi pareja, mucho más paciente me dijo: “no lo veo, pero sé que tú sí y confío en ti”.
Sé que muchos estáis pensando: “ya, pero para eso hace falta dinero”. Y más, mucho más, en un momento como el de ahora, ¿verdad?
Es curioso, porque el concepto de caro y barato, no tiene tanto que ver con «el dinero que cuesta», sino con «el dinero que das a cambio del valor de lo que obtienes».
Ese es el concepto del dinero que me mueve por el mundo.
No entiendo a quienes tienen los armarios a rebosar y siguen volviendo a casa con bolsas llenas de vestidos y zapatos y te cuentan “es que me han costado sólo 15 euros, ¿a qué es barato?”. Y como me miran con cara de esperar una respuesta, no puedo más que añadir: “Si tú lo dices… ¿y dónde lo vas a guardar?”. “Uy, ese es el problema, tendré que comprar otro armario”.
Y en cambio he llegado a pagar un montón de dinero por decidir irme mañana mismo de viaje al otro lado del mundo, cuando planificándolo con tiempo hubiera pagado una cuarta parte ¡pero es que tenía el dinero y quería irme mañana!
Un día por ejemplo, trabajando en Madrid perdí un vuelo. Venía a pasar un simple fin de semana en casa con mis hijos a los que hacía una simple semana que no veía y me encontré con mi mochila en la mano escuchando al tipo de Iberia que me informaba que sólo les quedaban plazas en primera clase y que me costaban aproximadamente diez veces el billete perdido.
Tardé décimas de segundo en pensar en qué otra cosa querría invertir el dinero. Si me lo encontrara, ¿qué haría con él? ¿Irme de cenas? ¿Comprarme ropa y zapatos? ¡El mejor plan del mundo era dormir con mis hijos! Y de repente… no era caro.
Dónde la cagamos: no me salen las cuentas…
Claro que es el momento más delicado del mundo para hablar con esta tranquilidad de pagar cualquier precio. Claro que ahora mismo es inviable para muchos gastar (más que nunca jamás), porque no es que sea mucho o poco, sino porque simplemente no tienen dinero ni para comer.
Por favor, entended que hablo de un momento puntual en que sí podía. Sí lo tenía y no regalado ni heredado, sino trabajando porque entonces, en aquella época, sí se podía trabajar.
De sobra sé que ahora muchos ni siquiera tienen acceso a eso. Ni lo más elemental del mundo que es tener un medio que te proporcione lo necesario para subsistir. Por favor, tenedme paciencia: es exactamente adonde quiero llegar…
Continuará…