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Nunca había ido a un cementerio el día de Todos los Santos.

Me he pasado la vida incrédula viendo esas aglomeraciones de coches y viandantes caminando en fila por los arcenes con flores envueltas en celofán, y sin embargo, no es que no me gusten los cementerios ¡me encantan!

O al menos…  algunos y procuro visitarlos siempre que tengo ocasión en los viajes porque te dan pero que mucha información sobre los vivos: los que habitan en tiempo presente el lugar en cuestión y también de los otros, los que lo habitaron.

A ver, que no es que cuando cruzo una autopista pare en todos los carteles que indican una salida a “Villa Moros de la Barriga” preguntando por la taberna y el cementerio, pero sí que opino que, cuando visitas lugares lejanos, especialmente los muy muy lejanos… el concepto que tienen de “lugar de reposo” merece una excursión con calma.
Se me ocurre por ejemplo, un cementerio fastuoso en La Habana; toda una ciudad dentro de otra, pero también alguno modesto al lado de los caminos de La Romana a Santo Domingo.
Y por descontado, lo que no puedes perderte en modo alguno, es conocer los otros rituales de donde no entierran sus muertos: los ancianos que recorren a pie media India arrastrando fajos de leña tratando de llegar al Ganges, porque no tienen familia para asegurar la leña suficiente para que su incineración sea rápida y segura. Es decir: les garantice el paso a la otra vida y no tener que repetir asignatura en otra reencarnación.
O más interesantes aún, los rituales budistas en el Himalaya, donde los matarifes descuartizan siguiendo un perfecto protocolo al muerto, y los buitres, en su perfecto protocolo particular esperan el reparto de órganos. Allí, de los muertos se aprovecha todo. Yo he intentado incluso hacer soplar algo parecido a una flauta fabricada con un fémur y desafino exactamente igual que con las de madera de aquí, pero de nuevo ¡me estoy perdiendo! Eso será otro post…
La cuestión es que mi madre me llamó porque mi hermano le había comentado que ya que por primera vez en nuestra historia reciente me encontraba con mis propios huesos en Ibiza para Todos los Santos, tal vez querría ir con ellos y el resto de mi basta familia a visitar a mi abuela.
Bien sabéis mis lectores habituales, que yo le debo muchas visitas a mi preciosa abuela Catalina, pero no sólo por ello, como por ver en directo por una vez todo ese espectáculo de las aglomeraciones con flores en celofán en general, y muy particularmente, ver cómo vivían esa misma tradición “los míos”, dije que sí.
Incluso pensando que sería mucho más de agradecer ir en su cumpleaños, en su santo (para mi santa abuela Catalina, el día de Santa Catalina era muy importante); o ir cualquier día ¡un domingo porque sí!
Los blogueros como yo ya sabéis que los paseos entre nichos, como entre parientes, embarazadas, dentistas o políticos… es en tu cabeza ya un post. Más que ir pensando, vas escribiendo, ¿a qué es cierto?
Y, mientras me perdí de mi familia en un cementerio también perdido y sin cobertura, aparqué entre un precioso pinar allá por el monte, porque es que en nuestra cultura, muy al contrario que en otras, los cementerios y las cárceles se llevan lejos, donde no nos recuerden que la muerte existe y donde ningún ladrón tenga la oportunidad de mirarnos a los ojos.
Familias al completo; niños mirando con recelo (os recuerdo que no habían pasado ni 12 horas de la noche de Halloween). Me aguanto las ganas de agacharme tras una tumba y gritar ¡Uh!
Algunos viudos solos reponiendo macetas y muchas gitanas muy bien arregladas limpiando con afán las lápidas.
El olor a cristasol con el de goma quemada del crematorio de fondo.
Mucha, mucha gente hablando, riendo, repartiendo saludos y besos y nadie triste.

Me dio que pensar, que quizá esta visita a los difuntos, para muchos, no se haya repetido desde el funeral, y esta oportunidad les sirve para reconciliarse con el lugar.

Es más; no hay mejor momento para comprobar que no eres el único que pasa por la experiencia de perder a un ser querido independientemente de la tragedia individual que llevara consigo.
Muchas tumbas de ancianos a las que sus amados cónyuges, hijos y hasta nietos, grabaron un último saludo, pero también esas otras tumbas solitarias: extranjeros y niños con angelitos grabados junto a una foto de comunión.
Es inevitable ponerte a calcular la edad exacta entre el nacimiento y el fallecimiento y es inevitable preguntarte quién hay detrás de esas lápidas sólo con iniciales y abandonadas, ¿tan mal te portaste? ¿Por qué te dejaron solo? Quizá tu familia esté muy lejos. Quizá, ni siquiera sepan que estás aquí… A mi prima le da repelús cuando esas siglas coinciden con las suyas. Le pego un codazo y le digo que eso se llama dejà vu.
Retomo el presente y veo a mi abuela, mirándonos sonriente desde su nicho ¡pero qué guapa es esta mujer! Y a su lado, una Vírgen María (que le encantaría), un poema mío enmarcado que en realidad escribí hace tantos años no para ella, sino para mi madre que estaba perdiendo a la suya y a los lados, con todo inmaculadamente limpio: dos ramilletes de claveles.
Brilla. No me refiero sólo a su tumba, sino a mi abuela. Sigue iluminando todo a su alrededor.
Miro a sus vecinos. Pienso que estos sí que son “para siempre”. La verdad, no los conozco, pero tienen mucha suerte de tener a mi abuela de compañera.

Pienso en que probablemente a mi abuela le habría hecho más ilusión un vasito de vino (a ella le gustaba mucho el vino), porque flores… de tanto en tanto hay quien le va trayendo, pero ¿una copita?

Pienso que igual tampoco es el momento oportuno; una de dos, o alguno de los otros visitantes podía ofenderse o como tuviéramos éxito, no dábamos abasto con una botella.
Me comentan mi madre y mi tía de los pormenores del cementerio. Resulta que esas cartas enganchadas a los nichos indican un aviso de pago, porque más allá de lo que cuestan esos horteras ataúdes y rituales mortuorios, aún te queda pagar por alojar tus huesos ¡pero siempre! Y si no, te envían a una fosa común.
Cada vez me parecen más prácticos, a la vez que atractivos, esos otros rituales de otros lugares donde los inevitables muertos no se apilan en macro construcciones ¡por siempre! Sino que desapareces, te esfumas (nunca mejor dicho) o incluso, con suerte, contribuyes a darle algo de música a este mundo.
Tampoco me parece el momento oportuno para comentárselo a mi madre. Igual me da una colleja… De todos modos ¡caray! Algo me va conociendo y seguro que mi padre construiría un bonito estante de madera para alojar mi flauta junto a la chimenea.
«No es serio este cementerio»
Mecano

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