Ando ya con la cuenta atrás para este viaje y los preparativos, además de los obvios: cajas, vaciar esta casa ¿y para cuánto tiempo? ¿de este país me iré a este otro, y luego al otro o volveré a hacer una parada técnica? No tengo ni idea, sigo improvisando. Mucha burocracia, aquí, pero también «allí», visados, seguros, reservas…
Por supuesto, quedar con mi familia y mis amigos. Arreglar ¡perdón! Intentar arreglar todos los parches personales y sobre todo sentimentales (que hay que ver qué racha llevamos) de cada persona que quiero y me hace señales con un pañuelo. Compartir, brindar, abrazar… esos abrazos que nunca son de adiós, sino de «nos vemos muy pronto».
Y después, hay otra parte implícita en cada partida y llegada que no se ve, que es casi siempre íntima y es la de despedirme de lugares.
Ya he comentado alguna vez ese correr al mar nada más aterrizar o parar antes de ir al aeropuerto cuando voy a Palma o a Ibiza. Esa necesidad de los isleños de acumular azul en la retina, para tirar después de él cuando nos vaya haciendo falta… Pero ahora, ya despedida formalmente de mis islas, en Madrid me quedan otro tipo de lugares, totalmente dispares de los que tengo que despedirme; como un bar en Malasaña o parajes perdidos en la Sierra en los que sentarme y oler y escuchar (a veces sólo el silencio) y recordar y volver a sentir el amor en la piel e incluso, dejar mi amor para quienes vengan después.
Y concretamente aquí, en este lugar de la foto en lo alto de una colina (y no os digo dónde con premeditación y alevosía, porque no es más que un símbolo, uno pequeño mío y vosotros tendréis los vuestros propios, esos sitios donde habéis «sentido cosas»), me senté sobre una roca, a mirar frente a frente a la solemne figura y tras un rato, ya con el alma y los sentidos reconciliados, me ponía en modo práctica a observar los estragos de las inclemencias del clima según y dónde te ubiquen a ver la vida pasar..
Recordé una conversación mantenida con mi hija hacía unos días. Trataba de dejar organizada una logística para que mis hijos se reúnan en algún punto esta Navidad. Para nada los quiero esparcidos, y tras eso, le decía que «como siempre, no tengo pensado morirme, pero os envío una copia del seguro, fulanito queda como persona de contacto ante la Embajada, que lo sepáis por si os llaman para repatriar mi cadáver».
Y en este punto tengo que deciros que, en mi casa (afortunadamente) se ha hablado de la muerte como de la vida siempre con humor, pero también sin tapujos.
Desde que fueran muy pequeños y empezara aquella pesadilla de la lesión cancerígena en el cuello del útero ¡qué tiempos aquellos! Os juro que no pasaba un día, un sólo día en que no pensara (absolutamente preocupada) al respecto. Todo eso ya pasó. La línea de «positivo en células cancerígenas» cada una de mis periódicas analíticas ocupaba el mismo espacio en mi vida que la anemia, también crónica. ¡Tonterías! E incluso, las dos ocasiones en que pasó de «positivo» a «negativo» tampoco hubo un cambio significativo en nuestras vidas. También habíamos aprendido la fragilidad de pasar de un punto al otro, del otro al uno.
La cuestión es que, muchos años atrás, en aquel punto álgido de la nube negra del cáncer sobrevolando nuestra casa y ellos, tan pequeños, hice testamento. Quedaba responsable de gestionar su herencia uno de mis hermanos y, en caso de fallecimiento (porque os traigo una mala noticia: aquí podemos morirnos todos), otro.
Y la parte polémica era que no podían heredar hasta que el menor de mis hijos «que tuviera o fuera a tener» cumpliera los veintiún años. Por supuesto, a medida que fueron creciendo crecían con ellos las ganas de atropellarme. Me decían en aquellas cenas navideñas: «cuidadito cuando cruces la calle, ya sabes que vales más muerta que viva» o hacían complots para envenenarme «antes de que me fuera de viaje y adoptara un chino».
Después, sobre todo mi hija, me acompañó en la muerte de su abuelo: mi padre. Todo aquel patético paripé del tanatorio, de las esquelas, de elegirle ataúd ¡todos con Cristos y Ángeles y mi padre no podía ser más agnóstico! Y ahí, con su cadáver aún a temperatura ambiente, sí hablé con mi hija de todo lo que no quería.
Incinerarme era, por supuesto la mejor opción y además siempre añado: «¡Y donad todo lo que sea aprovechable! Que este cuerpo serrano no ha fumado jamás, seguro que alguien se rifa estos pulmones.» Y hacemos chistes de casquería, pero lo que es más importante: hablamos de estas cosas sin dramatizar en absoluto, que implica también que podemos hablar de todo.
Pues mi hija me había llamado emocionada porque ahora las cenizas las convertían en un árbol (imagino que las combinan con la tierra de abono y luego añaden semillas) y te entregan los restos en una maceta. Me parecía un plan estupendo. En esta familia, ahora todos queremos ser árboles.
Y ahora, contándole «que no me voy a morir, bla bla bla, pero que aquí está la información por si hay que repatriarme», mi hija me preguntó dónde me plantaban. Y la verdad… no lo sé. No es que no me decidiera, es que no se me ocurría ningún sitio. Ella seguía preguntando, ¿en el campo de la casa de mis padres, en Ibiza, donde crecí? Y yo le contestaba totalmente convencida que no, que no quiero quedarme allí. Me hablaba de tal sitio que me gustaba y que no, de tal otro y tampoco, de un sitio muy bonito en una montaña cerca del pueblo en el que vive en Mallorca y yo le decía que seguro que es precioso, pero que no, que no se me ha perdido nada allí y así seguíamos, ella haciendo propuestas francamente interesantes y yo rechazando todas, una a una.
Mirad que os he dicho veces que no soy de lugares, que soy de personas y puedo comprobar otra vez más que no es una frase hecha, ¡es que me da lo mismo! Es que aún no he encontrado ese lugar en el que echar raíces. Sí, claras y nítidas esas personas en las que sí echaría raíces y abrazaría con fuerza mis ramas.
De modo que le contestaba a mi hija que tranquila, que si no se me ocurría algún sitio alguna vez, que dejara que escogiera Mario y ahí, aparecían los celos de hermana: «¿Mario? ¿Y por qué Mario?» Y yo le decía que me parece que es el que tiene mejor gusto para estas cosas y ella, algo molesta, me decía que me merezco que Mario decida enterrarme frente a un Mc Donald’s y yo le decía que si Mario lo quería así, que me parecía bien, que seguro que tenía algún motivo, pero que me apostaba un algo a que no, a que encontraba un mejor sitio.
Cedo de nuevo. Añado un «que donen todo lo que puedan, que me hagan maceta y, si no he encontrado mi lugar de aquí a entonces, pues que me planten donde les salga de los… ¡perdón, perdón! Que me planten donde más falta haga. Donde haya algo que reforestar, que por desgracia siempre hacen falta árboles.»
Estando frente al Cristo envié una foto a un amigo y me contó orgulloso que su padre ayudó a sembrar aquellos primeros árboles que rodean la figura y yo le respondí con mi cita favorita, que comprobaréis, queda como anillo al dedo, como colofón perfecto a toda esta divagación entre la vida y la muerte:
«Aunque supiera que el mundo se iba a acabar mañana yo, hoy, todavía plantaría un árbol.»
Martin Luther King
Pues básicamente todo esto era un largo prólogo sólo para una cosa muy, muy importante: que os deseo una vida larga y feliz, llena de raíces buenas y de ramas que os abracen y den sombra siempre a quien lo necesite.
Sólo eso; todo eso…
Gracias, millones de gracias por tus recuerdos. Lo he leído «tropecientas» veces y cada vez me gusta más. Podríamos hablar tanto de lo que nos transmites…
Lo que no me gusta es el último párrafo porque suena a despedida y eso no me gusta.
P.D. Qué bonito lugar ese Cristo que nos envías. Si alguien lo reconoce que nos lo diga, xfa.
¿Despedirme yo, con un «ADIÓS»? Nunca jamás se dio el caso.
Y en tu caso es un público «HASTA QUE ME DEJES QUE TE INVITE A UN VINO QUE YA ESTÁ BIEN, HOMBRE YA»
Un abrazo y gracias por los ojos que me leen y me miran 🙂