En Kathmandú conocí la historia de su niña diosa, Kumari. Vive oculta en el santuario de la plaza Durbar donde nadie puede tocarla, pero será sólo durante una breve etapa de su vida. En cuanto tenga la menstruación o derrame una gota de sangre, dejará de ser pura para alojar el espíritu de la diosa Taleju, quien abandonará su cuerpo a la espera de volver a reencarnarse en la próxima niña diosa. Tan divino propósito es codiciado por numerosas familias, sin embargo, mostrar tal grado de pureza no es tarea fácil. Son 32 lacchins (atributos) exigidos a las candidatas que rara vez pasan los cuatro o cinco años de edad. Entre ellos, conservar todos los dientes, no haber sufrido jamás una herida… en definitiva: no mostrar cicatrices.
De Kumari ya hablaré en otro momento, pero hoy, dejadme que me centre en las cicatrices. Más concretamente, en el Kintsugi o el bello arte de amar las cicatrices.
Vivimos tiempos difíciles para las cicatrices. La belleza abre puertas, llena las revistas y las fotos de todas las redes sociales y en esta competición sin límite, las imperfecciones se ocultan, a ratos con photoshop; otras, escondiéndonos del resto del mundo.
Pero por otro lado, coincide esta impopularidad de la imperfección con la de que queremos todo ya: lo más nuevo, lo mejor. Si está viejo, se cambia; si está roto, se tira. Esa maldita obsolescencia programada que nos hace vivir como si nada valiera nada… más que dinero.
Y llegamos a creer -pobres ilusos- que este desprecio por lo imperfecto se limita a un Iphone o a una tele de plasma, sin darnos cuenta de que hacemos exactamente lo mismo con nuestras relaciones. «Ya no me das lo que necesito.», «Me has fallado.» y me pregunto… ¿no dejaremos que «se rompa» algo que, quizá, podríamos haber reparado, que quizá valía el esfuerzo… una vez más? Por favor, no me hagáis caso. Bien sabéis que hablo para mí más que para nadie, porque no soy nadie para hablar de nada.
El Kintsugi es un arte japonés que se remonta al siglo XV y que se traduce como «carpintería de oro». Es el arte de reparar con resina de oro las piezas de cerámica que, por un accidente, o por el paso del tiempo se agrietan. Así, los objetos rotos no se reemplazan, no se abandonan, no se desechan. Los surcos de la vida, hasta los más drásticos, cobran un nuevo sentido al unir las piezas.
Donde aparece una «cicatriz» se rellena con lo más preciado: oro, con lo que el objeto, obviamente, no es el mismo de antes. Es mejor. Ahora tiene una nueva historia y cuenta con amor en su materia prima.
Con eso se logra lo que denominan el wabi-sabi, que consiste en «encontrar la belleza en las cosas rotas o viejas” y es que la belleza y la importancia que se les da a las cosas residen en el que mira el plato, no en el plato en sí mismo.
Pero aún hay un último regalo oculto en el Kintsugi. El objeto reparado nos recuerda que, ni siquiera los objetos, están nunca acabados. Nada en la vida es definitivo. Esta es sólo su nueva forma, diferente completamente de la anterior, pero nada, nada nos puede hacer una idea de la forma que tomará mañana y, esa nueva forma dependerá inevitablemente de nosotros: Mientras lo queramos, el objeto seguirá vivo.
Y no puedo más que admirar ese tiempo y ese esfuerzo dedicado a amar una «simple pieza rota» y, de paso, siento que deberíamos hacer lo mismo nosotros ¡En todo! en lo más cotidiano, en lo más pequeño y cuando el amor se desquebraja, se agrieta, se rompe… en lugar de cerrarle la puerta (porque no me gustaría que me la cerraran a mí o porque quizá me aterre pensar si me preguntaré mañana qué habría pasado de haberlo intentado una vez más) creo que trataré de unir las piezas. Donde falte el amor, habrá que añadir amor nuevo.
Porque la aparente perfección de esa niña diosa es solamente efímera, no es real. No vale nada fuera del ahora.
Tendrá, claro que tendrá cicatrices porque en eso consiste la vida: en caerse, en levantarse; en llorar para reír a carcajadas más tarde; en romperse para recomponerse (a veces solo, a veces con ayuda) y quiero mostrar orgullosa mis cicatrices y contarte la historia de ésta y de aquella y que tú me cuentes la historia de cada una de las tuyas ¡Y quiero, claro que quiero mil cicatrices nuevas! Puedo, estoy preparada. Evitarlas no sería sino huir de vivir.
A saber… quizá ni sea yo la que escribe hoy, sino mis rotos, deseosos de que me ponga manos a la obra.

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Acerca de Pilar Ruiz Costa
Me dedico a la Comunicación y a los eventos desde hace muchos, muchos años. Contadora de historias con todas las herramientas que la tecnología pone a mi alcance.
