Estoy enamorada de un actor. Mi vida cambió una noche de verano cuando volvía a las tantas y descubrí su cara sonriendo desde los carteles que anunciaban un estreno.
Nos miramos. Suspiré. No había duda ¡me sonreía a mí, a mí, a mí! Desde entonces, todo Madrid no, porque es muy ancho, pero en mi calle sí he hecho de la defensa de esos carteles un asunto personal y cuando por ejemplo, aparece alguno nuevo anunciando la actuación de algún brillante jovencito de gira en el Wizink Center, lo arranco sin piedad.
El sindicato de pegadores de carteles ha creado una comisión para investigar el caso. Obligan a cada pegador a tomar una fotografía in situ del cartel recién pegado, pero, antes de que aparezca el doble check en la pantallita del whatsapp, el cartel ya no está. Se ha volatilizado. El Triángulo de las Bermudas llaman ahora a mi barrio.
Con mi amado no salgo (aún) pero sí con otros y, después de una cita romántica, cuando se empeñan en la innecesaria cortesía de acompañarme a casa, con frecuencia me ven implicarme, en tacones y vestido de cóctel, pero con uñas y dientes en arrancar un cartel. Ante la cara de asombro, por supuesto, yo me explico. Entonces suele suceder que no me vuelven a llamar.
Yo creo que mi amado lo sabe (que por su culpa no me llaman, no, me refiero a lo de sus carteles) y me gusta imaginarlo en las librerías quitando libros de Pérez Reverte y poniendo en su lugar los míos. Entonces imagino que Reverte tiene también una amada, por ejemplo, en un concurso de talentos de televisión y buena parte del dinero que gana en royalties… Perdón, perdón, que se me olvida que este hombre está en la Real Academia… Quiero decir en regalías, lo dedica a enviar mensajes de texto votando por su amada para que, quizá, algún día, pueda representarnos en Eurovisión.
Entonces imagino que ella, a su vez, lo sabe, y que va a las librerías a deshacer el estropicio de mi amado y recoloca los libros de Reverte en su lugar. Y un día, seguro, en su ruta semanal por librerías, pasa por mi calle y al encontrarse frente a frente a los carteles de un actor, se detiene y suspira (no porque le sonría, que sabe que me sonríe a mí, a mí, a mí), sino pensando si alguna vez será su cara la de llenar las calles de Madrid.