Andaba buscando por el teléfono alguna foto de Mario y casi todas las que veo son de las que la he ido sacando, a traición, a lo largo de 21 años, durmiendo en posturas imposibles. Para reírme de él después, DESDE LUEGO, pero también porque se me va el amor por los ojos, porque se me va el amor por los dedos.
Acaba de entrar a quirófano. Esta vez por una bobada: le sacan tres muelas del juicio (él dice que está bien que le dejen «un poco de juicio al menos»), pero ¡caray la de trabajo que me ha dado este hombre!
Otras veces ha entrado sin saber si iba a salir. Y yo daba las gracias, mil veces, porque habíamos llegado hasta ahí, porque con la estadísticas en la mano, nunca jamás debíamos haber llegado tan lejos.
Se despertó en la UCI y, con solo dos años y esa mala leche que ya le caracterizaba, al descubrirse la inmensa cicatriz llena de grapas me gritó con su lengua de trapo: «¡Mamá! ¿Qué has hecho? ¡Me has roto la cara!» Y me puse a llorar y a reír a partes iguales.
Pasó tanto tiempo en un hospital que, cuando por fin salimos, estaba furioso (qué carácter, qué carácter) porque no reconocía el trayecto a casa, porque no recordaba la puerta de su casa y no paraba de repetir que quería volver, volver, para colarse en la recepción de las enfermeras, en aquel hospital aprendido de memoria, a robarles zumo de la nevera ¡Y que alguna intentara oponerse!
Aquella casa-campamento en una mínima habitación de hospital en la que yo dormía en una silla sujetándole para que no se quitara toda aquella maquinaria clavada para que no lo ataran más, se había convertido en un inmenso parking con coches de juguete; primero de la familia, después con el más de un centenar que le iban regalando a diario las enfermeras e incluso las mujeres de la limpieza.
Todas lo adoptaron, aunque fuera un poco, y me siento muy mala persona ahora por no recordar ninguno de sus nombres. GRACIAS, donde quiera que estéis, GRACIAS.