No se me ocurre una maestra más despiadada, pero a la vez más efectiva, que la necesidad.
Ese despiece volverá a ser una bicicleta (y aquí os invito a visitar «Algún ángulo del retrato inacabado de mi padre»). En esta primera fase trataba solo de aplanar a golpes de piedra las abolladuras. Luego habrá que tener paciencia para encontrar las piezas que faltan o hurtar alguna con la conciencia bien tranquila. La necesidad también permite este tipo de licencias.
En el mercadillo podía pasar horas mirando con asombro, no ya los collares hechos a mano de semillas o piezas de coral, sino los juguetes de materiales insólitos que aquí acaban a diario en la basura: los coches y camiones con un bote de detergente como cuerpo, por ejemplo, o algo que sí compré por lo extraordinario y porque, por tamaño, sí me lo podía llevar conmigo: tallas realizadas con la madera de viejas teclas de piano. Las negras de ébano; las blancas de marfil, porque Cuba no siempre fue la Cuba que veíamos ahora y por doquier aguantaban moribundos, pero aún en pie, los elefantes de un pasado de derroches en la época colonial.
Pero aún más grave: el mecánico improvisado de bicicletas (de no más de 12 años) se encaprichó de mis zapatillas y trataba de seducirme con gestos realmente obscenos que yo me preguntaba cómo tenía tiempo de haber aprendido…
Tartamudeando, totalmente descolocada, traté de explicarle que le vendrían grandes y, además, «que eran de mujer» ¡No podéis imaginar lo ridícula, lo frívola que me sentí a medida que las palabras caían de mi boca! Eran «Nike», eran zapatos y aquel niño que debía montar en bici y no construirla, que debía jugar con un balón y no ofrecerse para ser el juguete de una mujer extranjera, se me estaba ofreciendo claramente y lo estaba haciendo descalzo.