Paseando por La Habana una pareja de aspecto agradable se nos acercó para pedirnos la hora. Sabíamos que la cosa iba a acabar en tratar de liarnos, pero nosotros mismos estábamos deseando dejarnos liar para vivir de una manera controlada el trapicheo que, a fin de cuentas, es vivir La Habana.
En cuanto detectaron el acento, nos saltaron con toda la lista de futbolistas españoles aprendida de quienes estuvieron antes que nosotros.
Nos invitaron a comer; esto es: a qué fuéramos juntos al mercado a comprar (nosotros) todo lo necesario para comer y cocinarlo en su casa. Un solo filete de puerco estirado, aplastado y vuelto a estirar, arroz y frijoles fueron el menú a un precio realmente irrisorio para nosotros. Lo acompañamos de una botella de ron casero que alguien encargó a alguien y en poco nos hicieron llegar.
La casa, era de una humildad extrema y bastante sucia, pero decidí no mirarle el dentado al caballo, respirar hondo… y disfrutar.
Eran un matrimonio joven con dos hijas. Compartían espacio con otro matrimonio y sus hijos. Ella debió ser guapa tiempo ha, pero estaba muy venida a menos y él, el atractivo de los dos, era el que ganaba el sustento. Oficialmente, con su sueldo de 20 dólares mensuales en la oficina de correos y, después, con su cara bonita y su labia, conquistando extranjeros y, sobre todo, extranjeras. Nos enseñaban sin pudor postales y fotos que ellas les habían enviado después, ya de vuelta a sus países y en algunas había verdaderas muestras de intimidad.
Hace ya mucho que vivo y, sobre todo viajo, sin cuestionar. Si no gusto ya sé lo que hay que hacer y desde luego a su legítima, no le molestaba en absoluto una situación de la que sacaba partido.
Nos compensaron la falta de un revolcón, con todo tipo de chismes de los unos y las otras. Rematamos yendo a tomar unos mojitos y, ya puestos, compartiendo un puro al que insistieron en invitar.
Y yo recordaba a María y Maira (pronto os hablo de ellas) y en lo mucho, lo muchísimo que me gusta viajar…