Hoy (por fin) llovió en Madrid. Fue de repente. Tan solo me ha dado tiempo a tomar la decisión de cambiarme los zapatos por unas sandalias de goma y he salido así, sin paraguas, con sed de lluvia. El olor, el olor… ¡Lo que nos reconforta ese olor! Pero entended que aquí, sobre el asfalto del centro mismo de Madrid, las sensaciones de tierra mojada son un regalo.
Y mientras la gente se refugiaba en grupitos bajo los portales yo me mojaba todo lo que podía.
Algo tiene la lluvia, que te lava por dentro, pero que trae consigo el aroma de otras lluvias. Estos días me enviaban fotos de los estragos de los monzones en mi recién dejada India. Allí, los ghats de mi recién dejada Benarés han desaparecido y me preguntaba dónde andarán ahora las búfalas. Y las vacas. Y los perros. Dónde andan los perros. Cuántos animales se habrán ido para siempre con el Ganges. Y recordaba aquel otro viaje, años ha, cuando fui precisamente, queriendo conocer los monzones.
Aún siquiera he descubierto porqué hago estas cosas. Porqué quiero conocer un lugar y, cuando me toca el alma, quiero verlo en otras luces, en otras estaciones. Porqué me mueve la (conocida) historia de un lugar, pero aún más las (inimaginables) historias de los lugareños. Porqué viajo ávida de lo quiero encontrar, pero mucho más, lo que sé que aún no imagino…