Una cosa ha llevado a la otra y he acabado necesitando de una cabina de teléfonos. Los más jóvenes de la sala, no, pero el resto, saben de lo que hablo.
Y me he puesto a tirar de la memoria, a ver dónde hay alguna, y ha pasado lo que tenía que pasar: todas las que recordaba pertenecían a mi infancia.
Ya con la cabeza echando humo tiro de Google Maps y ahí se escapa mi primer suspiro. Qué poquitas, qué poquitas…
Y llego hasta esta en Malasaña y no me lo puedo creer ¡Qué pena! Aquí el suspiro se hace más grande, me transporta automáticamente a Londres con sus cabinas protegidas y convertidas en un emblema de la ciudad.
Pienso en que así nos va, que no valoramos «lo nuestro» y ellos las venden en subastas por fortunas a todo el mundo y nosotros las vemos morir sin darles el más mínimo valor. Y en que las buscaremos, ya veréis que las buscaremos, cuando sean otra especie extinta.
Hay otra cabina y la recibo con otro suspiro, pero esta vez no de pena, sino de asco y me digo aquello que me abre tantas puertas (mugrientas) en la vida: «Ánimo, Pilar, que tú has estado en India» y ya me acerco ese auricular lleno de cualquier cosa a la cara.
No hace falta que os diga que no funcionaba, ¿verdad? Qué pena, qué pena…