
Mi padre era un murciano en Ibiza y cuando digo murciano me refiero al palabro más despectivo que los autóctonos pudieran emplear contra los foráneos. Igual que puedas oír “sudacas” en España o “gallegos” en Latinoamérica o “forasters” (mucho más conocidos como “forasters de merda”) aquí en Mallorca. Mi padre fue pues, uno de esos primeros murcianos extraños que invadieron Ibiza y lo hicieron además para quedarse y nunca jamás aprendieron ni el saludo en ibicenco. Además de como “El Murciano” le conocían como “El Largo” porque pocos aborígenes medían su metro ochenta y “El Elegante” por esa costumbre suya de ir realmente bien vestido. Traje, chaleco y hasta pajarita.
En nuestros primeros años de vida, aunque ya llevaba tiempo trabajando como cocinero en Ibiza, también ejercía de practicante y venían a casa los pacientes con sus cajitas en la mano y ahí andaba él hirviendo todo aquel material no desechable de cristal y agujas larguísimas que daban mucho miedo y mis hermanos y yo nos escondíamos detrás de alguna puerta peleando por el mejor sitio para verle el culo a la pobre víctima. Una vez vino una vecina a pedir que pusiera una vacuna a su bebé recién nacido y mi padre se negaba, se negaba y protestaba diciendo que “estaba muy tierno”, pero tanto insistían que acabó cediendo y ahí dijo que nunca más volvería a poner una inyección y creo que lo acabó cumpliendo.
Había enfermado del corazón y tuvo que dejar la cocina del hotel y le tocó quedarse en casa cuidando cuatro cachorros que se llevaban sólo cuatro años y cuatro días del primero al último. Una odisea y creo que en el fondo, no le gustábamos mucho. Bueno, no es que tuviera algo en contra nuestra en particular o del resto de las personas en general, sino que simplemente él prefería estar solo y cada vez un poco más se fue enrollando como un caracol en su propio mundo al que no nos invitaba.
Ésa es la mayor imagen que pueda tener de mi padre, haciendo obras en casa una y otra vez; involucrado en bricolajes y chapuzas en las construcciones más extravagantes y coloridas: recogiendo muebles y convirtiéndolos en cualquier otra cosa: un tambor de lavadora en una ensaladera, un expositor de potitos de farmacia en un cajón de herramientas, restos de retales en un chaleco de indios, un poste de luz en un columpio y, su mayor obra; construirnos bicicletas. De todos los restos de desguace que iba recuperando por la calle: una rueda, un manillar, un tubo de vete a saber qué, construía una bici; la pintaba de lunares, le ponía tiras de cuero en el manillar, tapizaba el asiento y le ponía esos trocitos recortados de manguera en los radios de las ruedas que hacían tanto ruido al girar.
Claro, mis compañeros asombrados me preguntaron si éramos ricos y sin habérmelo planteado jamás les contesté viendo el contexto de mi montaña de bicis que suponía que sí. No lo éramos en absoluto.
Perseguí mucho tiempo a mi pobre padre intentando en vano hacerle preguntas; que me contara algo, lo que fuera de sus hermanos, de su madre por la que me puso mi nombre, pero sólo me respondía con un “quita quita” o su otra especialidad: gritarle a mi madre “Conchita, ¿quieres decirle a esta paya que se vaya?” Y a veces me llevaba además un manotazo y es que por algún extraño fenómeno, si mi padre era poco dado a las interacciones sociales, conmigo; su única hija fémina, no es que quisiera o dejara de querer… es que no sabía hablar. Recuerdo haberle llorado a mi madre de niña después de alguno de sus desplantes y decirle “es que se va a morir y no le conozco” y mi madre contestaba “¿y para qué lo quieres conocer?” y con eso ya estaba zanjado el asunto.
Y ahora, tantos años después, sigo sin conocerle y él tampoco me conoce a mí. No sabe dónde vivo o he vivido, a qué me dedico o me he dedicado, no sabe qué estudié y casi podría decir que no conoce el nombre de mis hijos, ¿sabrá que he estado en India o en Nepal? ¿Sabrá acaso dónde están India y Nepal? “¿Y para qué quiero que me conozca?” Supongo que será la respuesta…Cuando voy de visita le incomodo. No es que me quiera o no, es que como buenos desconocidos, no sabe estar cerca de donde estoy. Me arrimo a traición y le coloco un beso en la calva del que intenta zafarse con un “quita quita” y quizá añade un “¿qué haces otra vez por aquí?” Y sin embargo, aunque quizá él no lo sepa nunca, sé que nos parecemos. Aunque no entienda muy bien cómo, pero creo que le gustaría ver los muebles que he ido restaurando recogidos de la basura, los juguetes que construí a mis hijos, todas mis obras de pladur o los mil bocetos de casas ecológicas que diseño una y otra vez.
Podríamos haber ido aunque fuera alguna vez, por ejemplo, juntos a Leroy Merlín y mirar herramientas, destornilladores de estrella o placas solares y hablar de nada trascendental o incómodamente personal sino del tiempo, de los precios, de las texturas de las pinturas…
Habría estado bien, pero ésta es nuestra otra relación: yo he llamado a mi madre esta mañana para que le felicitara el día del padre, ella no le habrá dicho una palabra y él seguirá en su sillón sentado frente a la tele viendo las noticias o quizá una película de «Jon Guaine» o de El gordo y el flaco, ¿veis? Al final sí que le conozco…


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Muchísimas gracias a ambos, a Espíritu de Ibiza por la fe que tiene en mis palabras y a Siil por las suyas que son profundamente emocionantes. Gracias por leer. Estáis en vuestra casa, quedaos a vivir en este blog.
Hola, me llamo Silvana, soy de Argentina. En esta sola tarde me leí la mitad de tu blog creo. Sos excelente. Sos tan cálida contando historias que no puedo dejar de leerte y se me van las horas. Me recordas a un escritor Sidney Sheldon, por tus detalles mínimos (y no por ser mínimos menos interesantes), cuando relatas. Tenes un estilo que me puede. Te sigo siempre! . Saludos!