La historia era tal que así;
Cien clavos:
Dos hermanos discutían y peleaban cada vez con más frecuencia. Se reprochaban, gritaban, insultaban y faltaban al respeto, a solas, y también delante de otros. Mientras, el padre, era testigo mudo con el corazón cada vez un poco más roto.
Una mañana el padre llamó a sus dos hijos y les pidió si le concederían un favor. En lo que sí estaban de acuerdo los hermanos, era en el gran afecto que sentían por su progenitor y ambos asintieron sin dudar. Entonces, el padre les pidió que le acompañaran frente a la puerta de su casa y les entregó a cada uno cincuenta clavos y un martillo. Ante la mirada atónita de los muchachos, les pidió que clavaran cada uno de los clavos en la puerta que les había recibido desde el día en que nacieron.
Y sin entender muy bien sus razones, obedecieron y empezaron a clavar, tímidamente al principio, después dejándose llevar por tanta rabia acumulada el uno contra el otro. Y así, en apenas minutos, una simple puerta… mostraba un aspecto lastimoso. Entonces, el padre les pidió que se quedaran en pie, mirando de frente lo que habían hecho. Minutos después, les dio sendas tenazas y les pidió que arrancaran los clavos.
Por descontado, la tarea de arrancar cien clavos fue mucho más ardua que la de clavarlos. Especialmente los últimos, hundidos en lo más profundo de la madera. Les llevó horas de duro trabajo hasta que al fin, le llamaron, cada uno con sus cincuenta clavos en la mano.
Entonces, el padre les pidió que miraran de nuevo frente a frente la puerta, ya sin clavos, pero deshecha en agujeros y grietas de las que asomaban astillas.
– Eso es lo que sucede con cada una de las ofensas y faltas que uno comete contra otro. Por mucho que luego se esfuerce en disculparse, en cerrarlo, el agujero creado se mantiene. Acordaos de eso cada vez que crucéis la puerta de vuestro hogar.
Hace tiempo leí por ahí una especie de teoría. No tengo muy claro si tendrá rigor científico o no, pero para el caso que nos ocupa, nos sirve, nos sirve… Alguien con mucho tiempo libre había demostrado una especie de «Regla del Siete». Por cada ofensa, harían falta siete «premios» de proporciones inversas al daño causado para que la persona ofendida, realmente perdone.
Voy a poneros un ejemplo práctico para que veáis lo caro que puede resultar hacer daño a otro. Pongamos que tienes una relación de pareja «normal» y por ese normal imagina una tabla en la que puntúes de 1 a 10 los acontecimientos positivos de tu vida. No creas que esa vida de normalidad está en un 5, no. En absoluto. Está en el 0. Te lo explico:
Os dais un beso por la mañana y al acostaros, preparáis juntos la cena y os preguntáis qué tal el día en la oficina, discutís sobre a quién le toca bajar la basura, compartís sofá y manta, salís un par de veces por semana y uno protesta porque el otro olvidó, otra vez, pagar un recibo al que se había comprometido. Incluso, tenéis una vida sexual razonable y hacéis el amor tres, cuatro veces por semana… Esa vida «normal» se marca como 0. Es el punto de partida.
Luego cada uno decide qué cosas son las que hacen que tu felicidad suba: unas flores que no esperas, una muestra pública de amor, de admiración por ti, un fin de semana romántico sin salir de la cama ignorando al resto del mundo… Cosas menos normales y que hacen que tu amor y lo que sea que conforme esa materia prima que os liga, se refuerce, crezca. Pues cada una de esas cosas las puntúa cada uno en base a lo que considere: cuatro, ocho ¡diez…!
Y luego vienen los «clavos». Descubrir una mentira, una falta de respeto, una ausencia cuando necesitas del otro, una traición… que cada uno puntuará en una escala negativa, de nuevo, como considere. No hay nada más personal que eso.
Pues bien, por cada «cinco negativo» harán falta ni más ni menos que siete «cincos positivos» para que el otro realmente perdone. Si además este agravio cualquiera dura un mes, harán falta siete meses extraordinarios (que no normales) para que el agujero se mantenga (porque recordad que los agujeros quedan por siempre), pero desde la perspectiva de que «es algo del pasado». Menudo trabajo, ¿verdad?
Así que, por supuesto lo más importante es no cagarla (perdón, pero no se me ocurre una palabra que encaje mejor), pero si la cagas… aún así, siendo práctico, inteligente, hasta egoísta ¡corre, arréglalo! Que, seguro, seguro… valdrá la pena.