Crecimos con un tocadiscos de madera y una muy humilde colección de discos. Manolo Escobar y Peret llorando lágrimas en la arena, de mi padre y Paul Anka, un José Guardiola que cargaba toneladas en lugar de jugar en el Barça y, sobre todo, el Dúo Dinámico, de mi madre.
Éramos nosotros, los niños, quienes poníamos una y otra vez aquellos discos los largos días de verano. A mis padres no les recuerdo ni una sola vez cerca de aquel aparato. Sin embargo, mi madre tarareaba una y otra vez, una y otra vez una canción pegadiza, pero muy triste:
Blanca y radiante va la novia.
Le sigue atrás un novio amante
y que al unir sus corazones
harán morir mis ilusiones.
Ante el altar está llorando,
todos dirán que es de alegría.
Dentro su alma está gritando
Ave maría.
Mentirá también al decir que sí
y al besar la cruz pedirá perdón
y yo sé que olvidar nunca podría
que era yo y no aquel a quién quería.
Y yo le preguntaba a mi madre en la cocina que por qué se casaba si quería a otro y ella se encogía de hombros y decía que “A veces, esas cosas pasan”. Llevo cuarenta años con una de aquellas canciones en mi cabeza. No son el Dúo Dinámico enamorados de una niña de quince años o Manolo Escobar protestando porque un desalmado le robó su carro. No.
Puedo estar en el desierto del Thar o en el puente de San Francisco y me descubro tarareando una canción que no había escuchado ni en la voz de su cantante. Canto una novia que llora. Una y otra vez, una y otra vez. Pobre criatura… Y me refiero a mí, claro que sí.
Antonio Prieto, canción central de la película “La novia”
Entradas relacionadas:
Algún ángulo del retrato inacabado de mi padre
Del cerdo se come todo, todo, todo