En el andén del metro, un hombre protestaba porque su mujer se empeñaba en hacerle fotos, cubriendo cada detalle de su visita a la ciudad; una niña (preciosa), con la nariz manchada de chocolate y las orejas desiguales, jugaba a que sus zapatitos rozaran los míos.
Otro niño, a mi lado, le hablaba sin parar a su madre y ella le ha contestado que por favor, no le hablara, que estaba muy nerviosa. El pequeño ha dicho: «¿Estás nerviosa porque se va a morir la tía? Yo tampoco quiero que se muera.»
Y cuando ya llegaba, me ha adelantado un chico que traía a su pareja, tomada por la cintura, con los ojos vendados frente a la entrada del teatro, mientras ella caminaba visiblemente aterrada con los tacones de aguja de unos zapatos de leopardo que iban enganchándose en cada recoveco de las aceras de Madrid.
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