Mi casa (aquella en que crecí, en Ibiza) se conoce como «la casa de los dados».
Mérito absoluto de mi padre y aquella costumbre suya de no parar quieto que tanto sacaba de quicio a mi madre. Porque a ella claro que le gustaba tener la casa bonita, pero caramba… Una vez con el objetivo cumplido, mi padre ya no tenía que tocar nada.
Pero él hacía y hacía y aquella casa fue una obra artística en movimiento dependiendo de la época por la que mi padre fuera pasando…
En este punto os recuerdo que mi padre era sordo teórico, pero mucho más en la práctica autista, anti social. Vivía en un mundo propio en el que los demás no podíamos entrar y que se geolocalizaba en su taller, del que también nos echaba con un grito si osábamos fisgar.
Allí se gestaron los jardines con espacios para compartir (y que él jamás compartiría), con sillones de obra (una modernidad para la época) y un pozo. Las zonas verdes serpenteantes se delimitaban con muros de botellas verde champán.
Más tarde llegó la época de los azulejos rotos y todo se llenó del color propio de un Parc Güell que el jamás había visitado ni oído nombrar. Más tarde, el hierro forjado y con él los arcos, maceteros e incluso una cadena haciendo de collar poniendo «Conchita» que mi madre debió ver como el más grande sordomudo símbolo de amor.
Más tarde llegaron las épocas de pesetas, las «rubias», que servían de marcos y remates para cuadros, portarrollos de cocina y aquellos inventos de cuencos de la abundancia que más tarde vendrían a copiar los chinos. Y los cofres ¡Ay, los cofres! Qué maravilla de madera, forradas en telas estampadas y remachados en latón. Y cuánto le molestaban a mi madre aquellas inversiones en latón. «Con lo caro que es, y para tonterías»…
Y hay una discusión que recordaré toda la vida. No por lo feroz, que va. Era por aquello de que dos no discuten si uno no quiere y mi padre, que no quería ni hablar ¿cómo iba a querer discutir? Fue cuando llegó a casa con una fresadora. Jamás la habíamos oído nombrar y aquí os juro que también yo un día, tendré una. Mi madre preguntaba a los gritos que qué falta nos hacía eso y él contestó, una sola vez: «Oño, esto vale pa’tó, pa’tó, pa’tó»