Mi padre era un personaje muy particular. Ya he hablado alguna que otra vez de él. Huérfano de padre, pasó tantos años ingresado en un hospital por una tuberculosis que, cuando al fin curó, se quedó trabajando en aquel hospital porque ya no conocía otra vida. Y junto a aquella vida de enfermedad y hospital, otra cosa que le marcó y definió su vida y su relación con nosotros, sus hijos, y cualquiera que lo rodeara, fue su sordera.
Era sordo y creo que hasta feliz de serlo. Sí, sin duda… Lo sé porque cuando por fin, muchos años después, pudo poner remedio a parte de aquella sordera compañera de vida, con un sonotone, se lo desconectaba continuamente.
Él estaba bien así, en su mundo.
Le costaba TANTO sociabilizar con otros, sus hijos (especialmente conmigo, su única hija) y otros sobrinos ruidosos que no se molestó jamás en aprenderse su nombre, por ejemplo.
Todas éramos «Catalina». Y lo empleaba además en tono de reproche: «Oño, Catalina, fuera de aquí» o, la otra amenaza que más lanzaba a aquella piara de sobrinos: «Como os pille os voy a tirar a la basura» y mis primos huían en estampida de aquella cocina solo para él.
Se ganó con méritos el apodo de «tío Catalino» y aún más, «tío de la basura». Y eso, que veo a estos niños de los slums, que viven en la basura, que su único divertimento está en las montañas de basura o cuando, como hoy, viene el camión que se lleva algún lote de plástico, cartón, metales… y me acuerdo de mi padre.