En cada uno de los niveles de Reiki los guías espirituales nos regalaban un don.
Cuando terminé la Maestría y me abrieron el tercer ojo, mi Maestro de Maestros se movía a mi alrededor en un cuarto a solas iluminado con una mínima lámpara de sal mientras hacía de mensajero de quiénes sea que él ve y los demás intuimos y, al final, le notaba ya incómodo, girando por la sala, moviendo brazos, hasta que se rindió y me dijo: «Nada. No puedo. Lo siento».
Yo no podía estar en un momento más zen así que le pregunté con toda la santa paciencia qué pasaba y me contó que los guías le daban un regalo para mí (desde aquel más allá a este más aquí) y que él lo tenía, lo tenía en las manos, pero al intentar acceder a mí para dármelo, no podía porque yo estaba rodeada de maletas.
Por más que lo intentaba (y desde el planeta tierra yo le veía intentarlo mucho), no lograba acercarse. Yo vivía en una trinchera de maletas.
En modo zen y todo me eché a reír y hablando con quien no se ve, mirando al techo, entre risas, dije: «¡Está bien! Lo pillo, lo pillo…» Pero, todos estos años posteriores, las maletas siguen siendo los amigos con quienes paso más tiempo… Llega octubre y algo en mi estómago, que no en mi cabeza o mi corazón (porque tengo claro dónde quiero y mi cabeza siempre sigue a mi corazón y mi estómago donde quiera que van), me llama a moverme.
Amanezco y me quedo mirando la luz de octubre en la ventana y la ropa, ajena a mis elucubraciones, en el armario y pienso: «¿Qué? ¿Dejamos que pase un año más sin sacar eso que llaman ‘la ropa de invierno’?»