Nací en Ibiza en los 70. No se me ocurre un mejor lugar ni una mejor época para haber nacido. Yo era la segunda de cuatro hermanos; la única niña. Nos llevábamos exactamente 4 años y 4 días entre el primero y el último. Imaginad qué locura…
La casa de la foto sigue siendo «nuestra casa», aunque por aquel entonces solo había campo alrededor y ahora lo que le rodean son chalets y adosados y mi madre se queja de las fiestas ilegales que organizan con música de discoteca en las piscinas que no la dejan dormir.
A pesar de lo inmensa de la casa, vivíamos en la calle revueltos entre los niños del barrio que conocíamos de toda la vida. Incluso, las noches de verano, cenábamos y salíamos hasta que la madre de alguno pegaba un grito porque ya era medianoche.
Íbamos a cualquier parte en bicicleta. A cualquier parte y jugábamos a fútbol hasta que a alguno le sangraban las rodillas y casi todas las catástrofes se arreglaban con un manguerazo.
Estábamos obligados a cargar con los pequeños de cada familia que querían jugar -y hasta ganar- con las reglas de los mayores, pero «eran de azúcar», hasta que llegaba una nueva camada de pequeños.
Cuando venía mi abuela de visita, en autobús y después caminando los 2 kilómetros a nuestra casa, corríamos como locos a registrarla porque, aunque se reía y decía que no se había acordado, nos traía 4 sugus exactos escondidos en los bolsillos. Jamás, jamás, ni entonces ni ahora, he conocido una persona más buena que mi abuela (lo escribo ahora y lloro).