Decía Madonna y antes que ella Marilyn que los diamantes son los mejores amigos de una mujer. No me atrevería a contradecirlas porque nunca he tenido la oportunidad de desahogarme contando mis penas a una ristra de diamantes en forma de gargantilla, por ejemplo, así que, a saber…
Yo soy mujer, pero de otro tipo. Las circunstancias (bueno, vale, la pobreza) que me han hecho de otro modo.
Que yo recuerdo que un pretendiente me trajo a una cita una vez un grifo de cocina y no sabéis qué felicidad porque era exactamente lo que nos hacía falta a mi fregadero y a mí. Que casi le digo: «Pasemos de la cena. Hagámoslo ya. Vamos directamente a mi casa (a cambiar el puñetero grifo viejo que gotea).» pero soy una dama y no, no lo hice.
O que cuando veo en un control de aeropuerto que un tipo viaja con cinta americana en la mochila, a mí, me pone. Muchísimo (si no la lleva envolviendo un paquete sospechoso quiero decir). Que el único diamante que me recuerdo en casa es el de cortar azulejos y baldosas y ya os conté que claro que alguna vez osaron regalarme una sortija de diamantes. Monísima. El problema vino después, cuando me la vi en el dedo… Que no, que no. Que no era para mí y la devolví y me llevé a cambio no imagináis la de boludeces.
Y antes de que empecéis, impacientes, a hacer scroll para ver el final de esta divagación… me desnudo. Es que acabo de abrir la ventana para regar mis macetas. Este mínimo jardín urbano en el centro de Madrid y ¡Ay! Me han nacido los pimientos, ¡Pimientos! ¿se puede ser más feliz?