Mi padre fue un padre estupendo, hasta más o menos mis 3 años. Nos construía juguetes ¡Nos construyó un parque! Mitad porque era incapaz de dejar de hacer cosas (y jamás supo lo que me parezco a él) y mitad, por tenernos fuera de casa, vaya que sí.
Y desde entonces, cada vez más, no supo tenerme cerca. Me alejaba con un palo. No es que «quisiera o no», es que, de verdad, era incapaz de tratarme.
Y en cambio, mi padrino ¡ay, mi padrino! Reservaba esa dureza de carácter para su hija que solo se distanciaba de mí por 20 días que os juro que por NADA MÁS, que hasta el nombre compartíamos, y yo creo que, hasta de habernos mirado a dos metros, mi padre me habría dado a mí la merienda y mi padrino a su hija la habría sacado a bailar, pero… Cuando más lejos de él me quería mi padre, mi padrino aparecía y me sacaba a bailar, allí, en el pasillo mismo de mi casa y me hacía mirarle a los ojos, bañados en lágrimas, y me decía que él siempre estaría orgulloso de mí. Y, COJONES, QUE ES MUY CIERTO, que lleva toda la vida buscándose en mis letras; presumiendo de mí incluso cuando no se encuentra y emocionándose cada vez que el cartero le trae una carta mía de cualquier lugar del mundo y repite: «Esa es mi ahijada, ‘mi’ Pili» hasta tal punto que la que sí es «su Pili» de verdad, y yo… Hemos hecho un pacto y nos queremos, desde siempre y para siempre, sin preguntar.