En cada ciudad en la que vivo (o visito con frecuencia y de ambas tengo unas cuantas), rápidamente «me hago» con un bar. Ya sabéis, aquello de «bares, qué lugares tan gratos para compartir».
Y este en concreto, en Madrid, en Malasaña, es el Lolina. Lo adopté (o me adoptó) en el 2008, cuando Isa vino a trabajar los fines de semana, así que aquí aterrizaba yo a la hora más tardía del desayuno y me quedaba en la que también adopté como «mi mesa» hasta que Isa acabara el turno y nos fuéramos a pasear.
Soy nómada, es algo obvio. Nunca jamás permanecí en nada (y sin embargo siempre me quedo en personas), pero… Me encantan, me encantan esos sitios «a los que volver», sin avisar y ver que han cambiado… Pero poco (algo así como voy cambiando yo).
Me encanta rememorar historias vividas en los rincones exactos que sucedieron y me encanta cuando alguien simplemente te reconoce, te saluda, se alegra sinceramente de verte y te pregunta directamente, si te pone un Earl Grey o un vino. Y lo tomas y ese rato es un viaje en el tiempo y el espacio sin moverte de una silla.
Es, a mi modo de ver, un maravilloso lazo que no ata, pero liga completamente.
En fin, solo eso; todo eso… Brindo por todos vosotros. ¡Salud!
«Bares, qué lugares
Tan gratos para conversar
No hay como el calor del amor en un bar.»Gabinete Caligari, El calor del amor en un bar