Cuando Marie-Henry Beyle, más conocido por su seudónimo, Stendhal, paseara por primera vez por Florencia, empezó a sentirse indispuesto. Iba admirando los frescos y fachadas de la ciudad, pero al llegar a la iglesia de la Santa Croce, fue insoportable.
Él mismo lo describiría más tarde: “Me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme.» El médico que lo atendió le diagnosticó: «Sobredosis de belleza» quedando así instaurado el que después se conocería como «mal del viajero» o «Síndrome de Stendhal».
Y yo, que me tenía por alguien curtido en estímulos, me encontraba paseando por Venecia, un lugar maravilloso, vaya que sí, pero no como para andar con miedo a caerme más allá de al agua si no estaba atenta mientras recorría aquellas serpenteantes callejuelas admirando frescos y fachadas.
Y yo, que he pasado días enteros en el Metropolitan de Nueva York o el Louvre de París, que he estado haciendo 3 horas de cola para poder entremezclarme en el inmenso amor de los cuadros de Frida Kahlo y la lucha constante de Diego Rivera, de repente, me descubrí frente a frente a este boceto de Leonardo da Vinci, que yo pensaba ¡ay, ignorante! Que sería un cuadro inmenso, al menos como las láminas que vendían en Ikea y no, es un apunte en la página trasera y reutilizada del más simple cuaderno. Pero entonces, delante de esta imagen color sepia, no sé explicaros por qué, de verdad que no… pero empecé a llorar.

Mi particular Síndrome de Stendhal, otro Post Data
Huí, claro que huí, de los ojos ajenos y de las explicaciones y horas después, con este episodio ya escondido, estaba compartiendo una cena maravillosa con mis hijos en un restaurante veneciano. Mi hijo Óscar, tomando un pedazo de pizza me preguntó (ya veis qué tontería) «qué había ido a ver hoy» y aunque abrí la boca para hablar ¡Que mirad si soy de hablar! En lugar de palabra alguna, cuando yo quería decir, simple y llanamente, que había visitado una exposición de da Vinci… En lugar de eso… empecé a llorar y llorar, y llorar y llorar.
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