La primera vez que lo vi, no fue directamente. El jaleo de niños corriendo a mi alrededor pidiendo fotos no me lo permitía.
Lo descubrí, precisamente, desde el objetivo. Cuando les enseñaba a otros renacuajos las fotos recién salidas del horno de mi cámara, le vi de fondo, gritando (sin emitir ruido alguno) que él también quería eso que fuera que andaba haciendo y que parecía tan divertido.
Así que me acerqué y me recordó a un Pinocho de madera, con esos brazos y piernas largos que se quedan en la postura en las que los dejaron. Pasa el día en esa silla, pero entonces aún no lo sabía. Se ríe viendo al resto de los niños correr arriba y abajo.
Vi que se alegraba de la visita, así que fui ganando terreno. Empecé a acariciarle y reía a carcajadas sin emitir sonido alguno.
Le pedí permiso a la madre para fotografiarle y le enseñaba cada fotografía. Él me respondía con una nueva carcajada.
Desde entonces, cada vez que voy, le visito y me recibe con un gesto que se parece mucho mucho a un namaste «de los de verdad» (incluso os diría que el suyo es de los más verdaderos que he visto). Ahora es la madre la que me pide que le haga fotos y le hago, y se las enseño, y se ríe, y le hago… y así un buen rato mientras una docena de niños corren ahora alrededor de una silla de plástico amarilla en la que vive mi amigo.
Hoy le he pedido a su madre que se uniera. Estos son algunos de sus hijos. Son todos estupendos, pero mi amigo, de verdad… es «El niño de la silla».
Es uno de los muchos beneficiarios de la ONG Semilla para el Cambio en Varanasi, India.
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