Es como si estuviéramos imantados. De alguna forma, los españoles que van aterrizando en Benarés (en sus distintos formatos: voluntarios, viajeros, músicos y otro tipo de artistas) vamos formando una piña.
Se van los «unos», pero antes ya han llegado los «otros» a hacer cantera.
No nos vemos durante el largo día, cada uno a su labor, pero cae la noche y no importa que hayas dicho: «en serio, que esta semana ya no salgo más», alguno (cualquiera) abre la veda y propone cenas aquí o allá.
En algún maravilloso restaurante de los muchos ubicados en las azoteas de los edificios, desde donde el ruido, el caos de la ciudad, siguen… pero allá, abajo.
O en las terrazas que dan al Ganges.
O en los callejones imposibles de Dasashwamedh.
O en nuestras casas y las versiones españolas se apoderan de las cocinas y el olor a curry se cambia por un rato por el delicioso olor a patatas y cebolla pochada que preceden a una tortilla y todo, todo, por un rato… nos sabe a hogar.
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