Sé que muchos de vosotros no lo sabéis, pero yo «dejé de crecer», con premeditación y alevosía, a los 11 años. ¡Lo cuento con todo lujo de detalles y como un manual a seguir en «Mi particular Síndrome de Peter Pan»!
Pero la cuestión es que, me horrorizaba una gran parte de ese mundo adulto que veía alrededor. Sopesaba pros y contras; esa supuesta «libertad» pagada al alto precio de dejar de jugar y no, ¡caray, NO! No me compensaba. Y aún, a día de hoy, ya veis lo que son la cosas… no he cambiado de opinión.
Mi cabeza está cada vez más lejos de esos lugares donde, se supone, tienes que sentarla. Y cada vez escurro más el bulto a esos miedos que, se supone, deberían apoderarse de mí: el futuro, la inestabilidad en el trabajo, la financiera, qué será de mí, mañana, mañana, mañana; ya nadie me va a querer, acabaré sola sola sola… Y veo oportunidades de… ¡qué sé yo! Puede parecer «ayudar», pero yo creo que es hacer sonreír a otros. Yo creo que es recordar a otros (niños de 2 ó 120 años) que aún podemos jugar y hacer eso que otros llaman «vivir», intenso, divertido.
Parece obvio, entre artículos de prensa y fotos de viajes, que me estoy divirtiendo. Mucho. Muchísimo. Y además me sucede algo aún más grave: TENGO UNAS GANAS LOCAS DE MÁS.
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