Cuando tenía 13 años, coincidí un breve espacio de tiempo con una nueva compañera de instituto.
En aquel mundo de ibicencos, ella era hija de unos «extranjeros» y además, hippies. Todo un personaje… Venía a Ibiza sólo algunos meses porque el resto estaban viajando.
Fue ella la primera persona en el mundo que me hablara de India, donde pasaban varios meses al año y yo, la escuchaba totalmente alucinada.
Me hablaba de las lluvias, del ruido y, lo que más me impactó por aquel entonces, de los monos. Me contó que los monos se colaban en su casa por la ventana de la cocina y yo le respondí asombrada algo del tipo: «¡monos en casa, qué suerte!» Y me dijo que no, que en realidad los monos eran malos, que venían a robar la comida y podían ser hasta peligrosos.
Nada que ver con aquella imagen idílica y tierna que yo tenía de los monos en las series de televisión… Y aunque no recuerdo siquiera el nombre de aquella chica, le debo sin duda mi fascinación absoluta por este país y, la recuerdo muy especialmente, cada vez que veo los monos tratando de colarse en los edificios y robar hábilmente la comida en cualquier descuido.
Ya os he comentado que en el Ashram, los domingos, defienden nuestras cacerolas a palos y en muchos edificios, las rejas, las alambradas, son parte del día a día.
Sin embargo, los veo saltar de tejado en tejado, trepar por los postes de la luz y… me encantan. Y a veces, como hoy, subo a las azoteas yo también, persiguiendo alguno que, como en esta ocasión, se me escapa.
El día que no lo haga sé que me costará una pelea por la cámara.
En fin, que aquí os traigo la historia de un mono que no está, en una foto sin mono.