Como todo en esta vida, una cosa ha llevado a la otra y yo, que TRANQUILAMENTE habría cumplido años en pijama en casa (MENTIRA, nunca jamás se dio el caso), me he visto envuelta en una vorágine de invitaciones y secuestros muy bien intencionados.
El último, de puño y letra de un pasado relacionado con Ibiza y la náutica; con la náutica e Ibiza.
La cuestión es que la flor y nata de la náutica balear se ha concentrado para rememorar viejos tiempos (mucho mejores a los de ahora, dónde iremos a parar) y, sobre todo, invitarme a cenar DONDE ME DIERA LA GANA, y servidora (que anda ocupada publicando libros entre otras labores) ha tirado de TripAdvisor y ha dicho: «Mmmmm, pues aquí.» Señalando con la yema del dedo índice tal que el centro mismo de Madrid.
Bien, hasta ahí todo bien, PERO, al llegar a la única mesa libre de tan solícito restaurante nos advierten de que esa inmensa mesa contigua está reservada para un grupo.
Bien, HASTA AHÍ TODO BIEN. La historia empieza cuando descubro que entre el grupo, italiano en cuerpo y alma, el cabecilla es un clon, una réplica casi exacta de un personaje que conocí en los slums de Benarés, viviendo en una cabaña confeccionada con un saco y recolectando basuras.
Les enseño varias instantáneas a mis compañeros de mesa que yo misma interrumpo con un: «Ahora vuelvo» y salto a esa embajada de Italia en La Latina para hablar con el cabecilla y enseñarle algunas de las instantáneas de mi móvil que, rápidamente, rulan por la larga mesa en forma de bota mientras yo ¡Ay, yo! Chaporreo historias de India en italiano.