Cuando llevo tanto tiempo «en ruta» me cuesta saber qué día es: si estamos a sábado o a lunes, a diecisiete o a diecinueve. Incluso, reconozco que aún llevo fatal el restar nueve horas de doce y cada vez que me llamáis os acabo preguntando en algún punto de la conversación «¿qué hora es allí?».
De alguna forma, los días transcurren sin estos símbolos inequívocos de la vida de siempre: corre que son casi las diez y nos cierran el súper; ya es jueves, qué bien porque ya casi es viernes; ya es viernes, vámonos por ahí; es sábado y toca concierto; es domingo, sofá y manta y abrázame fuerte y de verdad que hoy ya no salimos más, es domingo, qué pereza porque mañana es lunes otra vez…
Ahora, viajando por las inacabables carreteras de USA, sin colegios o turnos de trabajo, con todo abierto siempre (excepto cuando pinchamos el domingo y el taller no abría por la tarde), el único cambio destacable que noto de eso que es «paso del tiempo» (y que busco con avaricia, como en India, como en Nepal, como en Cuba, como en Bali…) es la puesta de sol y el amanecer.
Todo un vicio. ¿Por qué? Mirad esta imagen. SOBRAN LOS MOTIVOS…