Igual Ismael fue el hombre que nació más enfadado del mundo. No lo digo por nada más que por su gesto. Miradlo. Enfadado. A saber por qué. Tendría sus motivos y, por lo que fuera, ya fueron, porque enseguida se tornó en un tipo afable y no, como, sólo por criticar parientes cercanos, algunos de sus tíos.
Yo, que siempre he tenido embarazos de elefanta, sin faltar, que no por las toneladas ganadas, sino que mis hijos, al menos los propios, nunca mostraron prisa por nacer. La primera se retrasó 1 día. «Pero eso es porque es la primera, los demás luego siempre se adelantan», me dijeron. Y 7 días el segundo y como 14 el tercero, pero de «retraso». Y yo, que no quería eso que decían «provocar» el parto. Será que soy de letras más que de números, pero a mí que alguien me dijera que una persona -y por más inri, todas las demás- tardan en gestarse «40 semanas», era una matemática que no me parecía tan defendible. Me sonaba como cuando mi madre no me dejaba salir y me decía: «Porque sí» y si continuaba mi protesta: «Porque lo digo yo». Pero con Ismael… Tuvo su gracia.
La noche de San Juan la pasamos juntos, malcriando a su madre (porque por aquel entonces sólo la quería a ella) sabiendo que a las 8 de la mañana nos íbamos, con premeditación y alevosía a que la pusieran de parto. Otros. No ella. Ni él. Otros. Los tiempos que avanzan que es una modernidad.
Ella incluso lo entendía y yo sé, que si en vez de ella, siguiera siendo yo, no, no, no. Que no me daría la gana entenderlo.