Eran muchas las cosas que me impresionaban en las visitas a los slums de India. Primero, que fueran musulmanes y no hindúes (y estos conceptos que en Occidente pueden parecer «religión» son cultura, son todo).
Otra, era que por las tardes se aseaban y se reunían por familias para leer El Corán.
Los musulmanes creen que el Corán es la palabra «eterna e increada» de Dios. Por ello, su transmisión debería realizarse sin el menor cambio en la lengua originaria, el árabe, pero los tiempos cambian que es una barbaridad y la «palabra increada» de Dios se fue extendiendo a otros idiomas.
Pero para estos emigrantes bangladeshis, el Corán estaba escrito en urdu, el idioma oficial de Pakistán (y sin embargo, solamente hablado por un 8% de la población) y una de las 24 lenguas oficiales en India y concentrado, sin embargo a esta minoría casi oculta de la población.
De hecho, las mujeres apenas tenían la oportunidad de estudiar. Eran, en una mayoría aplastante, analfabetas, excepto, porque los padres, a nada que pudieran, se encargaban de que aprendieran a leer (solo leer) urdu, ¿el motivo? Era más fácil casarlas si «en el lote» de virtudes domésticas se incluía que leerían El Corán todas a la familia que se la llevara.
Así, un hombre no necesitaba saber leer porque «la palabra eterna e increada» le sería transmitida por una mujer.
Paseaba yo por los slums con un joven encantador y me contaba muchas cosas con ese entusiasmo de quien «sabe» que la vida es así y de ningún otro modo. Y recuerdo cuando me argumentaba porque él aprendía inglés y se casaría, algún día, con una mujer que hablaría urdu:
«El inglés es el idioma que nos salvará aquí -señalando, ya veis, este mundo- y el urdu el que nos salvará en el otro».