Con mis hijos he tenido siempre dos tipos de viajes: al teatro en particular y culturales en general.
Un asco de padre/madre, lo sé, lo sé…
Así que, a pesar de que trabajaba produciendo espectáculos: conciertos y más teatro (¡Ay, el teatro… Cuánto me gustó siempre el teatro!) Viajábamos 5, 7 días a Madrid y veíamos todo tipo de piezas, en absoluto «para niños». Y si nos gustaba… ¡repetíamos!
Me dijo Mario una vez que estaba convencido de que nadie de su edad había visto tanto teatro y me detuve un momento antes de contestarle que, probablemente, tenía razón.
Y yo, no fui jamás de ningún otro capricho: la ropa, los zapatos, me han traído siempre sin cuidado. Nunca he destinado más que un estudiado porcentaje de mis ingresos a la casa en la que construíamos nuestro hogar y cuando alguien trataba de convencerme de que podría permitirme algo más grande, más nuevo, más… «mejor» contestaba sin dudar: «Ni de broma. A mí lo que me gusta es viajar«.
Los otros viajes, los culturales, eran persiguiendo algo: un mundial de Fórmula 1, una exposición, un artista en particular, la arquitectura de Gaudí, la huella judía en Venecia… Y dentro de mis cometidos, fuera donde fuera, estaba verles desenvolverse.
Le preguntaba a uno de ellos: «¿Y ahora, dónde quieres ir?» Y cuando contestaba, le entregaba un mapa: «Muy bien, pues llévanos».
Y en la foto, Mario, a saber si con el mapa del derecho o del revés, está a punto de llevarnos (o no), al Coliseo de Roma. De hecho, este viaje en concreto, fue solamente porque él quería ver el Coliseo. (Vaya hijos más raros he criado y qué suerte más inmensa tengo de haber sido su madre. Qué suerte, qué suerte…)