No sé por qué fui la primera vez a Londres.
Con Londres, como con India, siempre tuve una fijación especial…
Así, en mi 20 cumpleaños o, para ser más exacta: para mi 20 cumpleaños, viajé, sola, a Londres por primera vez.
Siguieron muchas más… En lugar de Airbnb existían B&B; es decir: Bed and Breakfast donde contratabas a ciegas una habitación en una casa particular, con acceso al baño familiar y la cocina, donde a una hora pactada te ofrecían alubias con tomate, huevos fritos, bacon y un zumo de naranja de botella que en España no beberías ni aunque murieras de sed.
Los pubs, a pesar de aquel invento de la «Happy Hour«, eran víctimas de una ley seca que les obligaba a cerrar a las 10 (p.m,) y eso quería decir que a menos cuarto te servían una última copa mientras recogían taburetes y te fregaban los pies. A las 10 en punto las calles acumulaban todos los borrachos de la ciudad.
Y no sé por qué, pero acabé yendo al teatro, a un musical llamado «The hunting of the snark» y… ¡Me enamoré!
Me enamoré de una puesta en escena como no conocía. De aquellas entradas y salidas y del uso del truss y del foco aquí y no allá y me enamoré de las inglesas vistiendo terciopelo y perlas y comiendo helado ¿podéis imaginar algo así?
Por eso, me partió un poco el corazón que retiraran la obra por las malas críticas. Resulta que «era mala».
Y con premeditación y alevosía alimenté mi adicción e iba al teatro, sobre todo, a ver musicales ¡todos los días! Excepto el lunes que era sagrado y los teatros cerraban. Los domingos cerraban los pubs para evitar que los poliadictos se amotinaran frente al Parlamento.
Y si ibas a casa de alguien a «tomar algo» ¡Era té! Porque las teteras sí estaban en marcha los 7 días de la semana o la ciudad y el país se iría a la mierda más rápido que si, de un día para otro, permitieran la insensatez de conducir por la derecha.
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