En mi último viaje a India me invitaron a una boda. Ya os he contado que es común invitar casi a cualquiera y no me refiero a gente de la calle sino conocidos de conocidos y desde luego un extranjero siempre da «caché». Y yo, que llevaba ya 6 meses viajando por el mundo solo con una maleta de mano, no tenía nada para la ocasión.
De otros viajes sí, me habían confeccionado preciosos saris a medida que conservo con cariño, pero ahora, fui en busca de un vestido para la ocasión.
Allí el blanco es el color reservado para las viudas y las novias visten de rojo y dorado y sin embargo, al contrario que en occidente, también las invitadas podemos usar los mismos colores, así que me hice con todo esta combinación comprada en 4 tiendas distintas. Una preciosidad. Aún tuve que pagar a 2 mujeres para que me envolvieran el sari y estar a la altura de la ocasión en lugar de parecer una croqueta.
Pero mi viaje iba a proseguir y quería que fuera con el mismo propósito: lo mínimo. Así que sabía que no me lo iba a llevar.
Había una niña en los slums, Hamida, tan bonita como el resto, lo juro, pero por la que siempre sentí más cariño. Es que ella me buscaba, me buscaba… Es que se puso a llorar porque «un día me iba a ir» (aunque os juro que jamás le demostré más afecto que al resto, que me lo mordía). Es que un día, ella ¡que no tenía nada! Me regaló unos pendientes y me dejó llorando a mí ¡ella, ella me trajo un regalo a mí!
Y yo andaba dando vueltas sobre a quién regalarle mi sari y Luis, otro voluntario con el que compartí un tiempo, sabiendo cómo quería a esa niña, me decía que no lo dudara. Pero vaya que dudé, hasta el final, en que se lo regalé a la coordinadora española de la ONG. «¿Por qué?» Me preguntó Luis sorprendido. «Porque si se lo regalo a Hamida estaré contribuyendo a que la casen y me moriré.»